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Ciguapas

CHILLIDA: LA ESTÉTICA DE LA DENSIDAD

CHILLIDA: LA ESTÉTICA DE LA DENSIDAD

Cecilia Ramis 

"Desde el espacio
con su hermano el tiempo
bajo la gravedad insistente
con una luz para ver como no veo.
Entre el ya no y el todavía no
fui colocado.
El asombro ante lo que desconozco fue mi maestro.
Escuchando su inmensidad.
He tratado de mirar, no sé si he visto."

                              Eduardo Chillida  

Foto: Moneiba Talavera

Hay que tener un alma de poeta para encontrar la levedad en la densidad, para hacer de metales pesados, echados a la suerte del oxido y la lluvia, a veces un gesto, otras una sensación que acaba siendo cálida en medio de la frialdad de sus materiales y la concisión del lenguaje estético de Eduardo Chillida.  Basta leer los apuntes de este escultor donostiarra, nacido en 1924, para encontrar las huellas de la poesía, la impronta de su asombro, la condición polisemica, y por lo tanto inagotable de su fulgor, pese a la austeridad, a veces tan  callada, de sus formas. 

Una de las cosas más maravillosas de vivir en Madrid son las escapadas que hay que hacer para no sucumbir al hormigón, a los ruidos, al mal humor de los taxistas, a las obras que parecen rebuscar un tesoro que nadie encuentra. Esta vez las ciguapas decidieron irse hasta Euskadi, ese País Vasco montañoso y marinero, de gente hospitalaria, de buen comer, de pacharán casero y atardeceres que en su declinar de luces, casi al morir el sol, parecen incendiar los montes con una rojiza y última llamarada. Asombra la organización de su turismo interno, el homenaje organizado y limpio que hacen a sus rincones preciados, a sus poblados de herencia medieval o romana, a sus boinas veteando de lunares negros las mañanas de neblina. Elegimos un caserío del 1640, que una familia de Lezo había restaurado y preparado como Casa Rural. Una casa de piedra, con amplia chimenea, largos ventanales que descubren el verdor de sus bosques de pino y tamarindos, de reses que pastan en un invierno generoso, de temperaturas agradables que se hacen a la lluvia o la luz, según les lleve la melancolía. 

Muy cerca de Lezo, a 14 kilómetros, la cita era con Chillida y la necesidad de acercar el oído e intentar no entender, pero si sentir lo que viene diciéndonos desde todas sus esculturas, grabados, bocetos y pinturas. Un mensaje rotundo, que tuvo a la madera como materia prima, luego al hierro, hormigón, acero, piedra, e incluso alabastros,   que no por sólidos dejan de culminar en una brisa suave que a veces puede hasta peinar al viento. 

Desde que Eduardo Chillida y su familia restauraron el viejo Casería Zobalaga en Hernani, Guipúzcoa, el poblado se ha convertido en un lugar de peregrinaje de amantes del arte o artistas que se benefician de los programas que ofrece la Fundación Chillida. Un modo generoso y visionario de hacer de su obra un punto de encuentro entre gentes y culturas, ahora que sus obras se cotizan tan caras y que le sobran los reconocimientos y los premios. 

Hay ocasiones en que descubrir tiene el riesgo de no mostrar nada, y como decía el viejo aforismo griego: nada no se vuelve a cubrir. El minimalismo que sólo es reproducción de unas modas que vienen en ocasiones de la serenidad estética nipona, y de otros modos en los que relucen los espacios abiertos, como silencios paralelos de paredes planas, de líneas rectas, de contrastes sutiles, suele dejarnos una sensación de vacío, más allá de la acrobacia, de la ruptura en si misma. He ahí la diferencia entre una moda y una corriente estética que tiene su correlato artístico. De más está decir que Chillida siempre escapó a lo fácil o comercial y su obra siempre supo situarse a la vanguardia de los iconos que establecía el mercado. Como en todos los artistas de raza, la búsqueda de nuevas expresiones no cesa en Chillida. Desafiando la naturaleza, el artista vasco busca esa otra densidad que no es matérica, acaso tan solo espiritual y que es, al fin y al cabo, lo que nos queda en esa sensación estética discreta y sobria, como un susurro. 

Hacen falta honduras en el alma para poder hacer hablar a las piedras y a los metales. Chillida parece abrirnos las vísceras que invitan al arúspice a mirarlas y descubrir ese mensaje secreto, que a veces apenas se sugiere, como una leve pista que no moleste a la inteligencia de ese espectador que al igual que Chillida, trata de mirar, aunque nunca sepa si ha visto.

EL NUEVO "NO PASARAN"

EL NUEVO "NO PASARAN"

No fue en Paris, sino en Nantes. Más de 500 manifestantes franceses de esta pequeña ciudad costera, recibieron el año nuevo con pancartas en las que podíamos leer "No a 2007" o "2007 no pasará", mientras buena parte de occidente se preparaba para llegar al momento de los abrazos fingidos, nerviosos o auténticos, que se prodigan al dar las doce. Hay quien aludiría al roquizquierdismo galo, caricatura de un presumible arquetipo cultural sobre el que opinan, con docta e inapelable erudición (sic), los turistas en masas. Ante mi falta de aval, del que presumen los turistas en tropel, que en un paseo de tours, corre y corre e instantáneas, sientan catedra, me puse a buscar las presumibles razones para abdicar así de la esperanza de unos manifestantes que pedían a gritos “una moratoria sobre el futuro”. 

Siguen siendo la quinta economía, aunque solo crezca un 2 % anual. Tienen el sistema de seguridad social que envidian los ingleses. Pronto tendrán elecciones, añado en mi zigzag por periódicos, revistas y reportajes que leo para entender el origen de una manifestación tan curiosa como inaudita.  Entonces me acuerdo de que en las pasadas elecciones casi gana Le Pen, de que sus simpatizantes crecen al hervor de una xenofobia que les empieza a parecer puro y natural instinto de conservación, ante una pureza etnica y cultural que se evapora, mientras envejecen sus gentes, y las calles de Paris, de Lyon, de Burdeos,  son una babel en la que los franceses empiezan a no reconocerse.  Me viene a la mente un comentario que me hizo un amigo, de una refinada francofilia, cuando me contó que los profesores de humanidades, aquellos que tenían que enseñar la cultura francesa, la lengua francesa y su historia, son árabes, sobretodo. Se alarmaba ante la fragilidad que advierte en esa soñada pureza cultural que va en contra de la naturaleza dinámica de la vida. París a veces ya no es una fiesta, cuando arden los suburbios de jóvenes de padres y de abuelos extranjeros, sobretodo de origen árabe, hartos de que no se les considere franceses. 

La manifestación, que arrancó con un espíritu humorístico y de fino sarcasmo, empieza a parecer una marcha nihilista, más que fascista, contra un cambio inevitable. Por aquello que advertía Freud, de que el chiste siempre tiene un lazo con el inconsciente, y por tanto con los temores y sentimientos más primarios. Igual que Chirac, el presidente que vuelve y vuelve como remedio que enferma, los franceses no mueven ficha, aplazan las grandes decisiones, entre discursos elegantes. No quieren renunciar a su sistema de protección social, yendo contra todo lo que pudiera amenazarles, contentos de trabajar cuatro días, y no cinco, y de jubilarse antes de los 60, pero tampoco quieren parir sus mujeres, al menos no lo suficiente como para hacer sostenible a largo plazo el sistema al que se agarran. No quieren pagar el precio de tener que convivir con gente de otra cultura o simplemente con otro fenotipo, aunque hablen el francés y se sientan tan franceses como el que más. Si acaso aspiran, como en el El Gatopardo,a que todo cambie para todo siga igual.  ¡Hay que joderse con los franceses!

LAS DOS ORILLAS: Cecilia Ramis

SERIE VECINDARIO:  

1. Lo que rescata el olvido  

Yo no sé si es la vida o es la forma de mirarla, pero hay días en los que lo anodino, aquello que vemos desprovisto de asombro, enseña su través, y el corazón del mundo y sus personajes parecen transparentes y los sentimos latir  llenos de significado. Y no es que haya ocurrido nada, sino que esa nada que ocurre cobra otra dimensión, quizás porque tenemos buen humor, quizás porque, a pesar de las resistencias y los trucos, se lleva un Bartleby dentro, que como aquel de Merville, no para de repetir preferiría no hacerlo. 

Digo todo esto por mi vecino. Es curioso, estamos puerta con puerta y como tengo cierta alergia al rapto de nuestra privacidad que hacen nuestros vecinos, (suelo mirarlos con cordialidad pero con desconfianza e incluso a veces con desagrado, como las termitas, amontonados en las grandes ciudades a cambio de oír los ronquidos, orgasmos o escupitajos de seres ajenos) no había reparado en él. No sé por qué precisamente esa mañana, y desde entonces para siempre, me fije en algo que ya venía pasando todos los días desde que me instalé de nuevo en Madrid. Meto la llave en la cerradura, abro la puerta y lo primero que me encuentro es con la cara de Don Luis, semiescondida entre la puerta entornada, que abre de par en par nada más verme. Va de traje, como todas las mañanas, planchadísimo, pulcro y caballeroso, con un bastón en una mano y una gorra a cuadros puesta con elegancia en su cabeza cana. Tiene ochenta y tantos y vive solo. Don Luis se viste para salir a ninguna parte, según compruebo con los días. Parecería, digo esa mañana, que se viste para mí. 

Las ciudades europeas parecen cada vez más un gran auspicio en el que reina la indolencia y la decrepitud. Tanta soledad les vuelve hoscos, tramposos en las colas de los mercados, pero Don Luis no. Advierto un sentido de la dignidad que en el común de los mayores tiene a veces un rechín a resentimiento y que en Don Luis es una clase de pudor que lo mantiene erguido. Desde esa mañana empecé a investigar la vida de Don Luis, no tanto para escribir una historia sino para entender el misterio de su saludo mañanero. Siempre dice que esperará un rato para salir a dar un paseo, y se disculpa al tiempo que saluda, sujetándose la gorra y quitándosela si me atrevo a ponerle conversación. Pero no saldrá. No lo hará hasta que acuda su hijo a buscarlo, apresurado entre el trabajo, los niños, los atascos de Madrid, la pena honda de un padre solo y viudo que al perder a su compañera, hace apenas 6 años, perdió también la memoria. 

¡Qué cosas tan curiosas rescata de nosotros el olvido! dije de pronto esa mañana en que la vida era algo más que la vida, y sus mensajes ignorados se abrían como lo hacen los códigos secretos. Como si todo tuviera de repente un sentido hirientemente estético. Como si algo nos hubiésemos salvado de la vulgaridad de lo anodino. El apenas se acuerda de que se llama  Don Luis, de que se le tiene terminantemente prohibido salir a la calle, y por eso obediente apenas la abre para decirme adiós. Y sin embargo, sabe ponerse la corbata igual que antaño, usa sus sacos de drill, lustras sus zapatos como cuando era un cartero y pateaba de punta a punta los barrios de Madrid. Conserva, según las lenguas de las vecinas, aquel aire señorial que tanto le distinguía y que el olvido se resiste a borrar. 

Todo empezó en una mañana en la vida me dejó ver su otro lado, sin que supiera entonces ni ahora qué extraño mecanismo transforma la realidad que vemos en algo que de algún modo la supera. Solo sé que, tras el saludo que le devuelvo cada mañana a Don Luis recuerdo siempre aquello que un día dijo Dostoievski a una joven escritora que se le acercó en busca de consejo: “tome lo que la vida misma le ofrece. ¡La vida es infinitamente más rica que nuestras invenciones! No existe imaginación que nos proporcione lo que a veces da la vida más corriente y vulgar…”

LAS DOS ORILLAS. Cecilia Ramis

LAS DOS ORILLAS. Cecilia Ramis

UNOS ZAPATOS AMARILLOS   

El último encuentro (fragmento)
" Uno acepta el mundo, poco a poco, y muere. Comprende la maravilla y la razón de las acciones humanas. El lenguaje simbólico del inconsciente... porque las personas se comunican por símbolos, ¿te has dado cuenta?, como si hablaran un idioma extraño, chino o algo así, cuando hablan de cosas importantes, como si hablaran un idioma que luego hay que traducir al idioma de la realidad. No saben nada de sí mismas. Sólo hablan de sus deseos, y tratan desesperada e inconscientemente de esconder, de disimular. La vida se vuelve casi interesante cuando ya has aprendido las mentiras de los demás, y empiezas a disfrutar observándolos, viendo que siempre dicen otra cosa de lo que piensan, de lo que quieren en verdad... Sí, un día llega la aceptación de la verdad, y eso significa la vejez y la muerte…”
 Sandor Marai  

Ya no está de moda hablar de las neurosis y sus lazos con la creatividad artística. De hecho, ya no se lleva hablar de lo que importa. Gustan más las cabriolas incesantes, y cada vez más imbecilizantes, para adormecer la realidad arrimándonos a una manada que confunde la esencia con lo superfluo, que prefiere el espectáculo a la vida. Y sin embargo la relación entre sufrimiento y creación artística parece haber sobrevivido a la decadencia misma del romanticismo, en cuya simbiosis creó sus bases como movimiento ideológico y artístico. 

Lo digo a propósito de las memorias del escritor húngaro Sandor Marai, Confesiones de un burgués, un autor redescubierto en la última década del siglo pasado, para el regocijo de los lectores exigentes, que pensaban que el paradigma de este siglo, bifurcado entre unos cuantos nombres que parecen sólidos a pesar del paso del tiempo, acababa con Kafka, Proust, Woolf, Mann, Borges, Camus, quizás Celine,  y un puñado más de esos maestros del lenguaje literario.

 La vida de un ser humano no suele tener el mayor interés, salvo en aquellos casos en que logra condensar una esencia indescifrable, pero sentida, que viene a simbolizar de alguna forma eso que hermana a todos los humanos, sus sentimientos, sus contradicciones, su búsqueda de la belleza y de sentido. La vida de Sandor Marai (1900-1989) no es muy distinta de la de otros hombres de su época, de auténtico talante liberal, castigados por los efectos de las dos guerras mundiales, acorralados por los radicalismos políticos, y en contradicción permanente con sus raíces familiares y culturales. Eran tiempos convulsos y trágicos. Lo que acaba otorgándole trascendencia, más allá de la esculpida prosa que fluye musical, es su punto de vista, que logró expresar con total soltura cuando se dedicó a escribir sus novelas, ahora nuevamente en boga, entre las cuales resplandecen El último encuentro, El amante  de Bolzano o La herencia de Eszter. 

Marai tenía la lacerante enfermedad de la lucidez. Quizás de ahí el hecho de que, como tantas otras mentes que viven al límite de lo sensitivo, se suicidara a la edad de 89 años. En su libro Confesiones de un burgués, escrito a sus 34 años, advirtió con amargura que “Nada es gratis, ni siquiera el sufrimiento, esa condición necesaria para el trabajo creativo”. Como en las verdaderas vocaciones, Marai no tuvo nunca elección. Nació distinto, dotado de una sensibilidad singular que pronto lo hizo colisionar con el mundo burgués y timorato que lo rodeaba y oprimía. Una madre sobreprotectora y un padre demasiado deificado, anuncian un parricidi, aunque simbólico, como única opción para lograr ser. El germen de la neurosis, tal y como la entienden los freudianos, estaba en ese niño que dormía junto a la cama de su madre, sometido al terror de un amor presa del miedo. Su universo interior era de tal densidad  que tardaría en encontrar el modo de expresarlo.          

En un tono rotundo, más nunca categórico, como sólo hablan los sabios, Marai nos advierte que en la vida no suelen ocurrir cosas importantes. “Al volver la vista atrás, al buscar el instante en que ocurrió algo decisivo, algo definitivo o irremediable – la “experiencia” o el “accidente que decidió nuestra vida posterior-, tan sólo encontramos algunas huellas sin importancia, a  veces ni siquiera eso. En realidad no existe más “tragedia” que el momento en que te ves obligado a decidir si permaneces en el seno de la familia y en sus variantes a escala más amplia, como la “clase social”, la ideología, la raza, o bien te marchas por su propio camino, a sabiendas de que te quedas solo para siempre, de que eres libres, estás a merced de todo el mundo y sólo puedes contar contigo mismo…”  

El libro, como todos los escritos por Marai, se abre con una pregunta y no termina hasta que nos entrega todas y cada una de las piezas que van a conformar las posibles respuestas. ¿Qué nos hace decidir de repente romper el mundo que conocimos para salir a la caza de esa promesa de absoluto que es la libertad?  Marai no sabe cómo ni por qué, pero si advierte el cuándo. La revelación de su singularidad, vino de la misma forma caótica e inadvertida con que nos ocurre todo lo trascendental de nuestra existencia. Su padre le había entregado un billete de cincuenta coronas para que eligiera él mismo, por primer vez, un par zapatos. Era el universo provinciano y pequeño burgués de la ciudad de Kassa, en la Hungría bajo el Káiser, en la decadencia complaciente del imperio astrohúngaro, en donde todos los niños “de buena familia” nacían con un libreto escrito, y los cauces bien establecidos de por dónde habrían de moverse. Era la primera vez que podía elegir algo por si mismo. Aquella tarde, al regresar de la zapatería, lo comprobaría, se daría cuenta de forma rotunda de que habría siempre una parte de él soberana e ingobernable, altanera y rebelde, que habría de sobrevivirle a su pesar. El niño, en plena pubertad, había comprado unos zapatos amarillos.

Cuenta Marai que “mi madre se echo a llorar al verlos y la cuestión de los zapatos persistió durante años en el seno de la familia: hasta los parientes más lejanos me aseguraban, cada vez más desesperados, que yo “terminaría mal” si no cambiaba con urgencia”. La elección de los zapatos amarillos sería el inicio de un viaje sin retorno, aquel en el que algunos espíritus temerarios, por valientes, eligen  el querer ser al deber ser. Fuera de aquel confortable refugio familiar estaba la incertidumbre, el azar, la intemperie, la belleza de lo inadvertido, la soledad como consecuencia inevitable de renegar de aquel espíritu gregario que tanto le espantaba. El desafío de un niño horrorizado y orgulloso de llevar unos zapatos amarillos y de ante, como quien alza una bandera y corre a contracorriente, le había dejado fuera de la tribu de la que renegaba sin saberlo. 

De la neurosis no siempre nace la creatividad. Pero nadie podría negarle a Marai la razón cuando nos advierte que no hay belleza que nos haga temblar y nos sobrecoja en lo más hondo, que no surja del dolor. Que toda creación artista tiene su correlato en los rincones más íntimos del alma del artista. Que todo lo que se crea en el fondo se recrea. No siempre la vida y la obra guardan tanta semejanza. Pero en el caso de Sandor Marai, al igual que en Proust, esta simbiosis inevitable, casi trágica,  conforma todo cuanto fue. La herencia de un alma borracha de lucidez cuya obra parece haber logrado redimir, e incluso justificar, los desdenes y los tragos amargos contra los que cometen la osadía de ser distintos.

LAS DOS ORILLAS

LAS DOS ORILLAS

Ratzinger y el choque de civilizaciones

Cecilia Ramis 

 Las desafortunadas declaraciones del Papa Benedicto XVI, ese que todavía muchos ven como usurpador del trono del anterior, han vuelto a desatar el debate sobre la profecía de Huntington acerca del choque de civilizaciones. Sobre el tema hay opiniones para todos los gustos. Desde los que justifican la ira indiscriminada de los radicales islamistas al concebirla como la purga  de una culpa de Occidente, de cada ciudadano, sea o no partidario de la política exterior que se sigue hacia el Mediano Oriente, hasta aquellos que se ponen en pie de guerra y consideran necesario un fulminante contraataque de los occidentales ante la rebelión musulmana. Si hay algo que han admitido las llamadas ciencias sociales, es que no son posibles los determinismos a priori, sobretodo a la hora de analizar los hechos, y mucho menos cuando estos mantienen la efervescencia de la actualidad, de lo inmediato. Sin embargo, ambas posturas, una simplista y justificativa y la otra arrogante y medieval, son deterministas. Las palabras del Papa,extraidas de su lección magistral en la Universidad de Ratisbona, desvelan su verdadero rostro. Al fin y al cabo su carrera eclesiástica creció en la universidad y, sobretodo,  dentro del órgano inquisidor de la Iglesia, la Congregación para la Doctrina de la Fe. Se le fue en su discurso un tufillo de pretendida superioridad cultural y, lo que es peor, religiosa, que recuerda a viejas discusiones apasionadas e irracionales de la época de los cruzados. No tienen nada de nuevo. Es el viejo pleito, sublimado en la modernidad, entre las tres religiones monoteístas, que vuelve a resurgir a pesar del exquisito esfuerzo hecho por Juan Pablo II y su audaz diplomacia. Pero al tiempo que revelan la ortodoxia de un teólogo  enemigo de los relativismos filosóficos (sustrato de la occidentalidad, tal y como la entendemos hoy), desvelan la torpeza política de un líder religioso que ha ignorado su tiempo y las consecuencias del cambio abrupto de la modernidad y la postmodernidad. No quiere conservar, sino restaurar lo antiguo.  Por eso no es un conservador, como Juan Pablo II, sino un reaccionario. Sin embargo, el hecho parece trascender la mera torpeza del Obispo de Roma. Viene a golpear una zona de una hipersensibilidad inquietante. Algo pasa en las sociedades musulmanas, algo que parece irracional y agitado por un infalible sistema de propaganda política (y no meramente religiosa). Un sistema que recuerda, en sus efectos sobre la voluntad y la conciencia de grandes colectivos, la propaganda del partido Nazi, tan hábilmente dirigida por Goebbels. Solo que carece de la sofisticada maquinaria propagandística de Hitler, viaja a través de internet, utilizando la modernidad para negarla. Es fácil caer de allí a la paranoia de pensar que hay una mano que mece la cuna, que tiene agarrados los hilos de una conspiración bien orquestada contra Occidente, tal y como a veces parecen concebirlo Busch, y su telonero español, José María Aznar. Lo cierto es que, al parecer, esa rebelión, que parece uniforme, se construye de un modo aleaotorio pero interconectado, una especie de red que se teje al modo en que se imbrican los hilos del  movimiento islamista radical que encuentran en el fascismo teocrático su mayor semejanza . La pregunta que me parece esencial en todo este debate es la misma que se hicieron los neoyorquinos tras el 11 de septiembre. ¿Por qué nos odian tanto? Porque tanta gente de repente empieza a comportarse como holigans tras la derrota de su equipo en un mundial? Oriente Medio está resentido, tremendamente resentido. Las razones seguramente son muchas y complejas, y no creo que una teoría pueda descifrar la totalidad de unas dinámicas sociales que se agravan a una velocidad alarmante.  Yo me quedo con esa pregunta, y aventuro una respuesta parcial. Me quedo con el sentimiento de odio, que traduce un resentimiento. Aunque ese odio, es  bueno decirlo de entrada, no tenga su origen exclusivo en el comportamiento de Occidente hacia ellos. Cuando estamos ante el resentimiento nos dejamos dominar por el enorme rechazo que produce la rebeldía adolescente de ese ser poseído por sentimientos de destrucción y venganza.   La yihad y su manifestación suicida y terrorista, parece, a los ojos occidentales (no puedo remediar esa limitación) la manifestación de una patología colectiva. Y al decir colectiva no implica concebir que todos los musulmanes, sean árabes o no, la padezcan. Afortunadamente aún se trata de focos localizados, pero cuyo espectro va ampliándose en la medida en que alguien se resiente una herida que, por alguna razón, no cesa de supurar. ¿Por qué está tan herido el medianoriente? ¿Qué tiene que ver Occidente en ello?  Reaccionan como humillados y ofendidos, y por eso exhiben un superyo teocrático que no se limita a reivindicar su derecho, sino que lo hace desde una pretendida superioridad que recuerda mucho el mito de pueblo elegido que articula a la comunidad judía y su sustrato cultural y cuya prevalencia discursiva o ideológica revela el fracaso de sus élites políticas. ¿No les recuerda todo esto al llamado trauma alemán? Aquel pueblo que vivió su derrota y la humillación que supuso para ellos el Tratado de Versalles. Aquel que fue calificado como el único culpable de una contienda mundial que mostró el lado más destructor del ser humano. Los especialistas en patologías colectivas (Fromm a la cabeza), analizan aquellos hechos desde la emocionalidad colectiva, y al hacerlo advierten que el odio alimentado en el corazón de muchos alemanes, o germanos a secas,  tuvo mucho que ver con la torpeza (por no decir, arrogancia) de unas potencias a la hora de pactar la paz, tra la I Guerra Mundial. Los abusos de poder, a la larga, acaban pasando factura. Una torpeza que se conjugó con la mediocridad de los líderes que fracasaron en la Revolución de 1918, fracaso que revivió el pueblo alemán con la quiebra de la República de Wiemar.  De la debilidad de ese yo colectivo nace la vulnerabilidad de los pueblos que fácilmente buscan el alivio de ese dolor, por demás innecesario, en un mesías populista, encarnación de un Dios con su dogma y su doctrina.  Ver las cosas desde ese punto de vista tiene la ventaja de acercarse a las complejas sociedades islamistas, reconociendolas iguales a las nuestras, en los sentimientos individuales y colectivos. Que su manifestación cultural sea distinta no deslegitima su semejanza primigenia. ¿Acaso no hemos aprendido nada del drama alemán? De la larga y cruel pesadilla de las dos Guerras Mundiales, de las hambrunas y crímenes propiciados por fanatismos políticos, dogmas de fe con rostros humanos. No estoy muy segura de la idea que funda la modernidad, que no es otra de que el ser humano, el mundo, avanza siempre hacia un mejor camino. Que la evolución trae consigo la superación. En su emocionalidad colectiva el ser humano sigue reproduciendo su misma irracionalidad. Los políticos y mercaderes se ceban en esa debilidad y crean malabarismos para sacarle provecho a esa debilidad humana que algunos llaman inconsciente. Y por eso veo siempre el riesgo latente de que, al igual que lo pensaba Merphis y la genialidad pesimista de sus leyes, de que vayamos a peor.  ¿De qué forma se humilla a Oriente? Como ha ocurrido en otras ocasiones, las políticas practicadas por quienes nos representan, acaban siendo achacadas a sus pueblos. Oriente Medio es, entre otras muchas cosas, el efecto colateral de una guerra que inició otro pueblo humillado por la contienda, arbitrariamente dividido, mutilado, señalado como el gran culpable de los males occidentales, el Imperio Austrohúgaro dominada por el Káiser. El chivo espiatorio de otras muchas culpas. ¿Acaso Irak, Palestina, Líbano, el mismo Irán no han sufrido en carne propia los desmanes de unos Estados imperiales que parten de su superioridad cultural y que arbitrariamente han segmentado territorios, quitado y puesto gobiernos, atacaso y hasta debastado ciudades y pueblos, en nombre de sus intereses? Lo malo del relativismo filosófico que tanto teme y odia el ex Cardenal Ratzinger  es que no permite la división del mundo en superiores e inferiores, buenos o malos. Nos ofrece dinámicas diferentes, huye de lo categórico, de lo absoluto, vuelve circunstancial y opinable cualquier postura. Nos deja desnudos, sin certezas fabricadas. Ante esa intemperie es casi natural que resulte amenazante la solidez que muestran culturas más milenarias, cuya articulación colectiva se  cimenta cada vez más en la religión. Al parecer, el remedio que le ve Ratzinger al asunto es el de reforzar la autoestima de Occidente, mediante la vuelta a un catolicismo cohersitivo de la libertad conquistada, y en eso se parece a los neocoms. Reestrablecer reglas que eliminen esa inquietante tendencia Occidental a cuestionarlo todo, desde la autonomía de una ciencia sin Dios. El mensaje más importante del discurso de Benedicto XVI no fue hacia los mahometanos, sino hacia un Occidente que se encuentra enfrentado a una amenaza que no viene de fuera, sino de dentro, que al igual que en los tiempos de las Cruzadas, eligen un enemigo y disfrazan la meta del poder y la dominación de una supuesta autodefensa.  En el llamado choque de civilización se esconde la decadencia de dos culturas. Al parecer no la racionalista a la que apela Ratzinger desde un dogmatismo religioso que lo desmiente. Occidente está enfrente de sus paradojas y contradicciones. Está asustado ante una tendencia migratoria que, a la inverse que en siglos pasados, traen a los pobres a los territorios ricos, en su huida desesperada de la miseria, encarnando a sus ojos a los nuevos barbaros pasivos. Las calles de París, Londres o Berlín, muestran el cambio imparable de una sociedad que se hace cada vez más mestiza. Y eso es, a mi modo de ver, lo que levita detrás de este debate que a cada rato resurge. Nos han cambiado el tablero y no sabemos que ficha mover. Los efectos colaterales vienen ahora de allí, y no a la inversa. Las reglas del juego parecen empezar a ser otras. Por eso no es de extrañar que resurjan los profetas y aquellos que creen que la vuelta a lo absoluto es la solución no a una desgracia, sino a un mundo que muta a una velocidad desconcertante, que enseña las visceras de sus múltiples paradojas, tan humanas por lo demás.  Lejos de encontrar una respuesta, acabo estas notas con más preguntas que las que encontré. Sólo que, en mi caso, he abandonado toda pretensión totalitaria, y sé que todo cuanto digamos todos acabará siendo parcial o fragmentario.  Pertenezco, eso si que lo tengo claro, a esa estirpe de relativistas que tanto irrita al Papa.

LAS DOS ORILLAS. Cecilia Ramis

LAS DOS ORILLAS. Cecilia Ramis

ADIOS A PLUTÓN             Dice el saber popular que cuando empezamos a llamar ruido a la música que escuchamos es que nos estamos haciendo viejos. Puede que tengan razón y yo haya pasado a formar parte de esa fila, pero en cualquier caso lo que está claro es que nos está costando a algunos digerir algunos cambios que parecen tener el poder de volver nostalgia todo aquello que ha sido nuestro sistema referencial, o lo que quizás resulte más rebuscado de decir, el saber establecido.  Mientras los astrónomos debatían en Paris las características que debe de tener un planeta para ser considerado tal, y otras más para que sea del sistema solar, yo pensaba en la suerte de Plutón. A mí siempre me pareció Plutón un planeta tierno, a pesar de que ya los libros escolares advertían que se trataba de un plante frío. Tan redondín y pintadito de verde o azul en los mapas, venía a culminar la lista como un punto final que cierra un círculo. Me los aprendí todos, seguidos, como las conjunciones, las preposiciones, las partes del cuerpo humano, miles de conceptos y clasificaciones que nos hacían repetir de manera cansina sin que entonces le encontráramos ningún sentido a esa tortura nemotécnica.  A estas horas la comisión reunida ha decretado la expulsión de Plutón de nuestro sistema y durante un buen rato no me pude explicar la ridícula congoja que sentí. Fue como si de repente hubieran cogido una goma y, sin permiso de nadie, esos sabios enrevesados de mirada perdida hubiesen borrado no un concepto sino una parte de mi infancia. Puede parecer algo tonto, y quizás lo sea en el fondo (como tonto es ese pavor que el ser humano siente ante los cambios) pero no es la primera vez que siento ese hurto. Al fin y al cabo son la unión de muchas cosas como ésta la que hacen que sintamos que somos de una época. Que sepa que ese síndrome de desorientación lo tuvieron ya quienes inauguraron el siglo XX, no hace que aminore mi pesar. A nadie le gustan las ceremonias del adiós. ¿Cuántas cosas más les queda por quitarnos? Me digo como si pudiera estar hablando con mis vecinos de pupitre, mientras pienso en Plutón y las tantas otras cosas que nos quedan por despedir y, lo que quizás en el fondo sea lo que levita detrás de mi congoja, por venir.

LAS DOS ORILLAS. Cecilia Ramis

LAS DOS ORILLAS. Cecilia Ramis

APUNTES SOBRE LA BANALIZACIÓN DEL ARTE 

 En esta era del espectáculo, no es de extrañar que los artistas se conozcan más por su  biografía o por la invención de mitos y mentiras propios del cotilleo y la farándula. Me he encontrado con lectores fervientes de vidas ajenas que van desde Colette, Virginia Woolf, Picasso, hasta abarcar la vida de estrellas de Hollywood o de diseñadores famosos.  De esa obsesión por lo privado, por las apariencias e intimidades de las vidas y no de las obras de los pintores, escritores, actores, entre otros artistas, están llenas las estanterías de los happybooks y otro tipo de escaparates más publicitarios que culturales. Lectores que citan, con precisión, todos los nombres que componían el grupo de Bloomsbury, retablo de peregrinación y de snobismos renovados, suelen ser los mismos que cuentan cómo James Joyce perdió los dientes o como Thomas Mann reprimía su homosexualidad y otras clases de citas que a veces nos llevan a los sótanos menos decorosos, por privados, de la vida de alguien, aunque en sociedad bien viene tener estas citas a mano si queremos resultar ingeniosos.  Y otras veces nos enseñan, con el impudor que tiene el mal gusto, vidas miserables, tan anodinas como la nuestra, o tan oscuras y tenebrosas como podrían resultarnos las vidas de Céline o de Heidegger. Es cierto que no se llega a apreciar (al menos analíticamente) algunas obras en toda su profundidad sin conocer la vida de quien así las creó. La heterodoxia de Da Vinci, ahora tan de moda, explica gran parte del enigma de sus cuadros. De igual modo resulta estimulante conocer los meandros mentales de Virginia Woolf y el modo en que ello es perceptible en su prosa, a través de alteraciones lingüísticas que son el sello distintivo de su rompedor estilo. Pero suelo desconfiar de aquellos que prefieren la vida a la obra. Me parece un decoroso reemplazo de la prensa del corazón por cotilleos que recuerdan las cortes europeas en el soporífero mundo aristocrático decadentista, que tan magistral y obsesivamente describe Marcel Proust en su obra maestra, En busca del tiempo perdido. El caso es que, poco a poco, la gente tiende a saber más las anécdotas que la historia, y desde luego ya no consideran necesario “soportar” la lentitud descriptiva de Proust, o descubrir las múltiples dimensiones lúdicas que nos propone Cortázar. No cabe duda que cuando la inteligencia se deja ganar por el morbo, o lo que es peor, por la pereza, el resultado es una seudocultura que, al parecer, mantiene complacidos y entretenidos a esos que la actriz española Chuz Lampere, en una peli de Almodóvar, llamó, con tanta gracia, “los masamedia”.   

LAS DOS ORILLAS . Cecilia Ramis

LAS DOS ORILLAS . Cecilia Ramis

 TORMENTOS  (Fragmento)

¿Soy demasiado consciente de la realidad, y los demás viven en un sueño de idiotas del que no quieren despertar (cosa que no les reprocho), o soy yo el estúpido que cree ver demasiado,sin ver nada?.
Sea cual sea la respuesta, puedo decir que nunca he pedido estar aquí y aún estando aquí, sólo pienso en cómo salir, sin hacer ruido, sin que se note mi ausencia, como si nunca hubiera estado.
Y de esa manera, sentir la ilusión de no haber existido nunca.

Silogismo de la amargura. Emile Ciorán.    

EVOCANDO A CIORÁN 

Hay días en los que el bombardeo de los medios de comunicación, con su cacofonía demencial, parece como si nos hablara de extrañas confabulaciones que dan lugar a todo tipo de especulaciones  a las que no le faltan contenidos teológicos o metafísicos. El Líbano vuelve a arder bajo la implacable ira de un Israel herido y un Irán que, junto con otros países del mediano oriente, buscan su recolocación en el equilibrio extraño y paradójico que algunos llaman geopolítica. Pero al mismo tiempo los nicaragüenses se pelean con los ticos, acusándose como los haitianos acusan a los dominicanos, asustados por la avalancha de una inmigración que resulta imparable en todas partes del mundo, de una parte de la humanidad cansada de aguantar la exclusión. Mientras, los salvadoreños amagan viejos hábitos que despiertan fantasmas de sangre y odio. Irak arde, igual que el Líbano, ante la torpe, por no decir estúpida, política exterior del ciudadano Bush. Los franceses están hartos, y al mismo tiempo los jóvenes de los barrios marginales hacen arden los tugurios en los que crece el veneno del resentimiento social de los barrios periféricos de París, el caldo de cultivo de la violencia. 

¿Qué está pasando en el mundo? digo sin evitar una especie de susto que sabe a apocalipsis, a trompetas que tocan los siete jinetes, a relinchar de caballos de arcángeles malditos, a Nostradamus, a todas esas historias aterradoras que la humanidad se ha desde contado siempre y de mil modos y que hablan de su final, de su autoexterminio. 

En una tertulia apasionada en casa de una viaja amiga, al calor del vino tinto manchego y del penetrante sabor de sus quesos, alguien preguntó qué podíamos hacer. Se refería, claro, a aquellos que sin formar ninguna agrupación sabemos que tenemos una forma compartida de ver el mundo y de vivir en él. Valores que parecen nostalgias o reliquias inútiles en un mundo desesperado y con prisas. 

Tras mi acostumbrado soliloquio sobre la postmodernidad y las consecuencias de la destrucción de todo un sistema de valores, al que no acabamos de verle reemplazo, aunque lo haya, respondí desde mi acostumbrado escepticismo. Nada, le dije, creo que es tarde, me temo. Sabiendo que se trataba de un elegante ejercicio de la impotencia. 

Todo tiene sabor a final algunas veces, sobretodo cuando se abren los periódicos o se enciende el televisor y todo es odio. La sociedad reproduce su violencia, bajo sordina, a través de la calumnia, el chisme, la trampa, la insinceridad, la insensatez, la carroñería en la que se convierte la relación con el otro, nuestro rival inevitable en una huida hacia ninguna parte. 

Es inevitable evocar a Ciorán, maldecir la obra de descontrucción que empezó con Nietzche y que acabó con todo asomo de certeza.  Filósofos que otrora fueran malditos y que ahora parecen resurgir con aires de profetas. La lucidez siempre acaba haciendo daño. Darnos cuenta de la exterminación de que todo lo que nos permitió edificar aquella civilización que nos contaron que algún día alcanzaríamos y que la publicidad barata del neoliberalismo nos la hizo creer a mediados de los noventa, la época rosa, la época de Clinton, se ha evaporado como en un trupo de magia.  Esto, más que una ironía parece una broma pesada de Dios. ¡Puede haber un espectáculo más cruel, más dramático y al mismo tiempo más patético!. El proyecto del superhombre, que a su modo edificó la sociedad moderna, la promesa de los liberales, la idea de que el ser humano podía reconstruirse desde lo social para ser mejor, parece haber muerto.

 No me gusta nada de lo que veo y leo y siento la aspereza de la relación con el otro, cada vez más amenazante por impredecible. Se nos mueven los valores, se nos cambian los hábitos, vivimos el peso de un sistema que ha dejado de prometer el bienestar para pasar a tutelar a unos ciudadanos que son tratados como niños al que hay que castigar y hacerlos que aprendan a comportarse.  Escribo en medio de ese barril sin fondo que es el ciberespacio, en el que todos estamos y todos somos ignorados. La atmósfera se carga de repente de un sopor que sabe a Cioran, a sus momentos amargos, a la desolación de un Pessoa siempre travestido, siempre otro, en su Libro del Desasosiego.

Tiene aire a tragedia griega, a profunda melancolía a la que es difícil sacarle resplandor estético. Ha muerto la ingenuidad, quise decirle a mi amiga. Es el tiempo del espectáculo, contestó ella, leyendo luego fragmentos de Guy Devorad. ¿Por qué al mismo tiempo que siento esto que digo, hay una parte de mí que parece impenetrable e incrédula? Nos han convertido la realidad en un espectáculo y quizás por ello se me haga ahora tan difícil distinguirla.