Las dos orillas. Cecilia Ramis
EL REEMPLAZO
Un entrañable amigo, escritor e intelectual dominicano de cuyo juicio crítico me fío, me dijo al volver recientemente de la República Dominicana que los intelectuales habían sido sustituidos por los periodistas. Llevo 13 años fuera de allí y debo de reconocer que mi idea de la sociedad dominicana tiene mucho de virtual y de fragmentaria. Pero un vistazo por las secciones editoriales de los diarios de circulación nacional, nos da una buena idea de la banalidad y la superficialidad con la que se abordan los temas que preocupan a la sociedad.
Lo lamentable del hecho es que no se trata de un fenómeno circunscrito al mundo cultural dominicano, aunque su impacto sea mucho más preocupante, dado que prácticamente no existe rescoldo alguno en el que el reemplazo del pensamiento sobre el comentario no se haya producido.
Una opinión la tiene cualquiera, pero no todos pueden contextualizar lo que opinan y mucho menos sustentarlo. Lo que no solo convierte el hecho en una simple lucha entre pretendidos rivales, sino en algo de mayor calado. La excesiva simplificación y esloganización (perdonenme el invento) del pensamiento se produce siempre desde la palabra escrita o hablada, desde el lenguaje. Primero vemos una pobreza expresiva, que no la llenan las adjetivaciones huecas de las que hacen gala nuestros comentarístas y contertulios de radio y/o televisión, y luego molesta la insolencia impúdica de pretenderse todologos, capaces de opinar sobre lo que sea y de sentar cátedra.
Todo atenta contra la inteligencia, al menos así me parece cuando doy un breve repaso por periódicos electrónicos, libros que se convierten en bettseller y transforman en sabios y nuevos gurú de la seudocultura a escritores tan mediocres como Paulo Coelho y su Alquimista (verdadera bazofia literaria) o El mundo de Sofía, Jostein Gaarder.
La tradición occidental, aquello que Harold Bloom, al venerarla, denomina cannon occidental, no puede ser reducida a una papilla como así proponen los nuevos genios editoriales. Y no se trata de que la humanidad se pierda del placer que produce el saber, esa necesidad que algunos asumimos como ontológica, la búsqueda de sentido, de lo trascendente. Es que ese reemplazo es una forma de reduccionismo que resulta peligrosa en la medida en que hace aún más manejable a su manso auditorio, ovejas sometidas a un sistema que solo busca vender.
Que los intelectuales estén siendo sustituidos por los periodistas, es como contratar al yesero cuando necesitamos un escultor. Y lo triste no es la mediocridad como culto, la facilidad como aspiración, la simplificación como meta, ni siquiera que los intelectuales dominicanos tengan ahora menos probabilidad de ganarse la vida sin transigir con la avalancha imparable de sus pretendidos rivales, los dilatantes a lo sumo bien informados, que no debe confundirse con bien formados. Lo lamentable es que de paso, de tanto licuar, estamos triturando el futuro, enseñando a una generación, ya de por sí perezosa y amoral, a destruir los cimientos de su propio ser y a hacer culto a la estulticie.
No digo que no haya pensamiento en el periodismo, e incluso logros estéticos que nadie puede negar, pero su quehacer versa sobre el devenir, el momento presente, de ahí que escape al rigor e incluso a la imparcialidad. No puede haber aquello que el conocimiento exige, que no es otra cosa que la perspectiva. Nos vamos quedamos, entonces, sin perspectiva, me digo, sin claudicar en la idea de que ese excesivo protagonismo e incluso intrusismo de los periodistas a secas, parece no perturbar lo suficiente como para que sea motivo, al menos, de debate.
Después de todo no hubo posiblemente nunca una época en la que los intelectuales, hijos de la duda y de la insatisfacción, hayan resultado gratos al poder. Puede llegar a resultar más cómodo que el mundo se llene de opiniones de todologos que no dejarán huella y que se amoldan y colaboran con esa conspiración contra la inteligencia. Pero esta es harina de otro costal.
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