LAS DOS ORILLAS. Cecilia Ramis
APUNTES SOBRE LA BANALIZACIÓN DEL ARTE
En esta era del espectáculo, no es de extrañar que los artistas se conozcan más por su biografía o por la invención de mitos y mentiras propios del cotilleo y la farándula. Me he encontrado con lectores fervientes de vidas ajenas que van desde Colette, Virginia Woolf, Picasso, hasta abarcar la vida de estrellas de Hollywood o de diseñadores famosos. De esa obsesión por lo privado, por las apariencias e intimidades de las vidas y no de las obras de los pintores, escritores, actores, entre otros artistas, están llenas las estanterías de los happybooks y otro tipo de escaparates más publicitarios que culturales. Lectores que citan, con precisión, todos los nombres que componían el grupo de Bloomsbury, retablo de peregrinación y de snobismos renovados, suelen ser los mismos que cuentan cómo James Joyce perdió los dientes o como Thomas Mann reprimía su homosexualidad y otras clases de citas que a veces nos llevan a los sótanos menos decorosos, por privados, de la vida de alguien, aunque en sociedad bien viene tener estas citas a mano si queremos resultar ingeniosos. Y otras veces nos enseñan, con el impudor que tiene el mal gusto, vidas miserables, tan anodinas como la nuestra, o tan oscuras y tenebrosas como podrían resultarnos las vidas de Céline o de Heidegger. Es cierto que no se llega a apreciar (al menos analíticamente) algunas obras en toda su profundidad sin conocer la vida de quien así las creó. La heterodoxia de Da Vinci, ahora tan de moda, explica gran parte del enigma de sus cuadros. De igual modo resulta estimulante conocer los meandros mentales de Virginia Woolf y el modo en que ello es perceptible en su prosa, a través de alteraciones lingüísticas que son el sello distintivo de su rompedor estilo. Pero suelo desconfiar de aquellos que prefieren la vida a la obra. Me parece un decoroso reemplazo de la prensa del corazón por cotilleos que recuerdan las cortes europeas en el soporífero mundo aristocrático decadentista, que tan magistral y obsesivamente describe Marcel Proust en su obra maestra, En busca del tiempo perdido. El caso es que, poco a poco, la gente tiende a saber más las anécdotas que la historia, y desde luego ya no consideran necesario “soportar” la lentitud descriptiva de Proust, o descubrir las múltiples dimensiones lúdicas que nos propone Cortázar. No cabe duda que cuando la inteligencia se deja ganar por el morbo, o lo que es peor, por la pereza, el resultado es una seudocultura que, al parecer, mantiene complacidos y entretenidos a esos que la actriz española Chuz Lampere, en una peli de Almodóvar, llamó, con tanta gracia, “los masamedia”.
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