CHILLIDA: LA ESTÉTICA DE LA DENSIDAD
Cecilia Ramis
"Desde el espacio
con su hermano el tiempo
bajo la gravedad insistente
con una luz para ver como no veo.
Entre el ya no y el todavía no
fui colocado.
El asombro ante lo que desconozco fue mi maestro.
Escuchando su inmensidad.
He tratado de mirar, no sé si he visto."
Eduardo Chillida
Foto: Moneiba Talavera
Hay que tener un alma de poeta para encontrar la levedad en la densidad, para hacer de metales pesados, echados a la suerte del oxido y la lluvia, a veces un gesto, otras una sensación que acaba siendo cálida en medio de la frialdad de sus materiales y la concisión del lenguaje estético de Eduardo Chillida. Basta leer los apuntes de este escultor donostiarra, nacido en 1924, para encontrar las huellas de la poesía, la impronta de su asombro, la condición polisemica, y por lo tanto inagotable de su fulgor, pese a la austeridad, a veces tan callada, de sus formas.
Una de las cosas más maravillosas de vivir en Madrid son las escapadas que hay que hacer para no sucumbir al hormigón, a los ruidos, al mal humor de los taxistas, a las obras que parecen rebuscar un tesoro que nadie encuentra. Esta vez las ciguapas decidieron irse hasta Euskadi, ese País Vasco montañoso y marinero, de gente hospitalaria, de buen comer, de pacharán casero y atardeceres que en su declinar de luces, casi al morir el sol, parecen incendiar los montes con una rojiza y última llamarada. Asombra la organización de su turismo interno, el homenaje organizado y limpio que hacen a sus rincones preciados, a sus poblados de herencia medieval o romana, a sus boinas veteando de lunares negros las mañanas de neblina. Elegimos un caserío del 1640, que una familia de Lezo había restaurado y preparado como Casa Rural. Una casa de piedra, con amplia chimenea, largos ventanales que descubren el verdor de sus bosques de pino y tamarindos, de reses que pastan en un invierno generoso, de temperaturas agradables que se hacen a la lluvia o la luz, según les lleve la melancolía.
Muy cerca de Lezo, a 14 kilómetros, la cita era con Chillida y la necesidad de acercar el oído e intentar no entender, pero si sentir lo que viene diciéndonos desde todas sus esculturas, grabados, bocetos y pinturas. Un mensaje rotundo, que tuvo a la madera como materia prima, luego al hierro, hormigón, acero, piedra, e incluso alabastros, que no por sólidos dejan de culminar en una brisa suave que a veces puede hasta peinar al viento.
Desde que Eduardo Chillida y su familia restauraron el viejo Casería Zobalaga en Hernani, Guipúzcoa, el poblado se ha convertido en un lugar de peregrinaje de amantes del arte o artistas que se benefician de los programas que ofrece la Fundación Chillida. Un modo generoso y visionario de hacer de su obra un punto de encuentro entre gentes y culturas, ahora que sus obras se cotizan tan caras y que le sobran los reconocimientos y los premios.
Hay ocasiones en que descubrir tiene el riesgo de no mostrar nada, y como decía el viejo aforismo griego: nada no se vuelve a cubrir. El minimalismo que sólo es reproducción de unas modas que vienen en ocasiones de la serenidad estética nipona, y de otros modos en los que relucen los espacios abiertos, como silencios paralelos de paredes planas, de líneas rectas, de contrastes sutiles, suele dejarnos una sensación de vacío, más allá de la acrobacia, de la ruptura en si misma. He ahí la diferencia entre una moda y una corriente estética que tiene su correlato artístico. De más está decir que Chillida siempre escapó a lo fácil o comercial y su obra siempre supo situarse a la vanguardia de los iconos que establecía el mercado. Como en todos los artistas de raza, la búsqueda de nuevas expresiones no cesa en Chillida. Desafiando la naturaleza, el artista vasco busca esa otra densidad que no es matérica, acaso tan solo espiritual y que es, al fin y al cabo, lo que nos queda en esa sensación estética discreta y sobria, como un susurro.
Hacen falta honduras en el alma para poder hacer hablar a las piedras y a los metales. Chillida parece abrirnos las vísceras que invitan al arúspice a mirarlas y descubrir ese mensaje secreto, que a veces apenas se sugiere, como una leve pista que no moleste a la inteligencia de ese espectador que al igual que Chillida, trata de mirar, aunque nunca sepa si ha visto.
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