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CRITICA LITERARIA: El efecto poético de Anne Michaels.

   Por Cecilia Ramis  

De lo concreto a lo abstracto, de lo dilatado y descrito al símbolo. De lo que existe palpable y material a lo que no podemos nombrar, por su naturaleza escurridiza, sino a través de las cosas tangibles, Anne Michaels va creado el escenario de su mundo poético en los libros El peso de las naranjas y Miner’s Pond, impecablemente traducidos por el asturiano Jaime Priede y que publicó la editorial española Bartleby Editores. Pieza a pieza se nos desvela, en una comunión íntima en la que poesía y narrativa son las dos caras de la misma moneda, efectos o artilugios que lo mágico, que lo trascendente escoge para durar, para que no sea finito lo que duele o esplende, para que la memoria no esconda su rastro luminoso, para poder reconstruir lo que vamos siendo, para no perder la sensación de que, aunque sea por un segundo, la duración fugaz acaso de una metáfora, se vuelva aprehensible lo que fluye sin retorno.

 Cada decir, que no es otra cosa que cada sentir, elige su ropaje para delatar así al autor, su emocionalidad, sus ideas, sus obsesiones, sus dolores, sus quejas, sus ausencias, sus nostalgias, su ser más hondo, y quizás por eso más temido.  Esta escritora canadiense, nacida en 1958, hace uso, sin remilgos, de todo aquello que pueda servir para desatar lo que quiere dejarnos dicho. Diario, autobiografía, a veces postal, epístola, monólogo, fotografía borrosa, imagen lenta que desprenden en ocasiones los caminos y las carreteras en su adiós, cuento, fábula, poesía sin más. Todo vale, nada está prohibido ni limitado. El poema, en su estructura misteriosa, aquella que se conoce cuando está escrito y que apenas se intuye o se sospecha o se padece cuando está en gestación, es el que va limitando lo que cabe o no, lo que admite o no su musicalidad, su cadencia, su conjunto. Esa parece ser la única ley que decanta el uso de un artilugio técnico o de otro.  Mucho se ha dicho del uso recurrente que El peso de las naranjas & Miner’s Pond hacen de la narrativa, como si con ello estuviéramos menoscabando el valor poético que encarnan. Disiento de ello, como suelo hacerlo con todo lo que atente contra la libertad del arte, porque estas observaciones resultan implícitamente restrictivas, además de retrógradas. Hay, sin duda, una relación del lenguaje con la realidad fenoménica, lo que quizás explique el uso de lo narrativo, la preferencia del símil en vez de la metáfora, pero se trata de un recurso más, de los tantos que usa la autora, para alcanzar el hecho poético. Porque aquí, como en toda obra literaria que se precie de tal, lo que cuenta, al fin y al cabo, es la armonía que se crea entre la técnica y la naturaleza de lo contado o dicho. No otra regla ampara las obras que perduran en el tiempo y que, aún con sus imperfecciones técnicas, logran ese equilibrio indispensable que es el que, al final, hace creíble, y por tanto vivible, lo escrito. Sin el pudor frecuente en la lírica, aquel que esconde el trazo de la biografía del autor, que se enmascara y esconde en versos, Anne Michaels nos entra en su ámbito doméstico, íntimo. Nos sienta en su mesa, nos pasea por sus atardeceres, sus seres queridos, con sus nombres y apodos, sus pertenencias, sus estados anímicos, sus recuerdos... y ya instalados allí, a veces sin que se nos niegue ningún detalle, descubrimos que hemos entrado para ser participes de la ceremonia de la palabra, durante la cual un universo distinto brota con su melodía profunda y a veces lacerada, pero siempre sutil, en aquello que, a la inversa de cierta lírica, exhibe su escenario real para enseñarnos el otro, el verdadero, aquel en el que todo cobra una inusitada luminosidad y se hace nuestro. Decía Borges que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos, y Anne Michaels, pese a esos detalles, o quizás gracias a ellos, logra no solamente incluirnos en ese mundo sino hacérnoslo sentir nuestro. Cierto aire del J. L. Borges de Fervor de Buenos Aires o de W. Whitman, y de cierta poesía que suele ser más frecuente en lengua inglesa, se deja sentir cuando los lugares, las personas y los instantes toman la palabra y nos cuentan su sentir. Y hay también la contundencia de lo absoluto, de las afirmaciones que por tajantes alumbran un aspecto inusitado, como en aquellos versos que dicen: todo el mundo sabe que las promesas surgen del miedo o en aquel otro empecé de nuevo: donde todo empieza/en el cuerpo. Versos que reflejan que si la autora prescinde, en la mayor parte de sus poemas, de la concisión usual de la poesía, no es por carecer de recursos, ni por desconfianza de la palabra poética, sino por pura elección. Aunque, a decir verdad, no sé si al escribir somos nosotros los que elegimos o es acaso aquello que se pretende decir lo que acaba imponiendo su orden y su ley.  Otros poemas utilizan el símil para otorgar otro sentido a lo que se nombra, para mostrar la vida emocional, los significados, que existen en las cosas en cuanto la mirada humana las transforman. Como en aquellos versos, de encantadora y mágica sutileza visual, que dicen Noviembre, estación de días que se quedan a medias, se desliza bajo la puerta como un sobre. El lenguaje nombra lo real para volvérnoslo cercano y reconocible. Cabe suponer que aquello que subvierta su estructura y sus normas cambia también la realidad que nombra. La poesía, que es el viaje hacia la libertad que hace la palabra en busca de su mayor trasparencia y exactitud, es por tanto una revolución, en cuanto se revela ante la lógica del mundo, para desvelar, o desenterrar quizás, los tantos otros mundos posibles que cada cual, poeta y lector, lleva dentro. En línea con lo afirmado, los poemas de Anne Michaels crean otra realidad distinta de la que parten, trascienden, pues, los objetos y situaciones que nombran, hacen el viejo viaje que siempre hizo la poesía:  alumbrar de otra forma lo conocido, enseñar los rincones inadvertidos del alma, acercar los opuestos, hacernos alcanzar lo imposible. Poco importa si la ruta ha sido corta o larga, lo primordial es alcanzar o lograr eso que llamaremos aquí “efecto poético”, gracias al cual la vida muestra su revés, su través y su envés. Ese milagro que el lenguaje alcanza en cada poema de Anne Michaels.  

DOS POEMAS DE ANNE MICHAEL *

 

MUJERES EN LA PLAYA

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