LAS DOS ORILLAS. Cecilia Ramis
UNOS ZAPATOS AMARILLOS
El último encuentro (fragmento)
" Uno acepta el mundo, poco a poco, y muere. Comprende la maravilla y la razón de las acciones humanas. El lenguaje simbólico del inconsciente... porque las personas se comunican por símbolos, ¿te has dado cuenta?, como si hablaran un idioma extraño, chino o algo así, cuando hablan de cosas importantes, como si hablaran un idioma que luego hay que traducir al idioma de la realidad. No saben nada de sí mismas. Sólo hablan de sus deseos, y tratan desesperada e inconscientemente de esconder, de disimular. La vida se vuelve casi interesante cuando ya has aprendido las mentiras de los demás, y empiezas a disfrutar observándolos, viendo que siempre dicen otra cosa de lo que piensan, de lo que quieren en verdad... Sí, un día llega la aceptación de la verdad, y eso significa la vejez y la muerte…” Sandor Marai
Ya no está de moda hablar de las neurosis y sus lazos con la creatividad artística. De hecho, ya no se lleva hablar de lo que importa. Gustan más las cabriolas incesantes, y cada vez más imbecilizantes, para adormecer la realidad arrimándonos a una manada que confunde la esencia con lo superfluo, que prefiere el espectáculo a la vida. Y sin embargo la relación entre sufrimiento y creación artística parece haber sobrevivido a la decadencia misma del romanticismo, en cuya simbiosis creó sus bases como movimiento ideológico y artístico.
Lo digo a propósito de las memorias del escritor húngaro Sandor Marai, Confesiones de un burgués, un autor redescubierto en la última década del siglo pasado, para el regocijo de los lectores exigentes, que pensaban que el paradigma de este siglo, bifurcado entre unos cuantos nombres que parecen sólidos a pesar del paso del tiempo, acababa con Kafka, Proust, Woolf, Mann, Borges, Camus, quizás Celine, y un puñado más de esos maestros del lenguaje literario.
La vida de un ser humano no suele tener el mayor interés, salvo en aquellos casos en que logra condensar una esencia indescifrable, pero sentida, que viene a simbolizar de alguna forma eso que hermana a todos los humanos, sus sentimientos, sus contradicciones, su búsqueda de la belleza y de sentido. La vida de Sandor Marai (1900-1989) no es muy distinta de la de otros hombres de su época, de auténtico talante liberal, castigados por los efectos de las dos guerras mundiales, acorralados por los radicalismos políticos, y en contradicción permanente con sus raíces familiares y culturales. Eran tiempos convulsos y trágicos. Lo que acaba otorgándole trascendencia, más allá de la esculpida prosa que fluye musical, es su punto de vista, que logró expresar con total soltura cuando se dedicó a escribir sus novelas, ahora nuevamente en boga, entre las cuales resplandecen El último encuentro, El amante de Bolzano o La herencia de Eszter.
Marai tenía la lacerante enfermedad de la lucidez. Quizás de ahí el hecho de que, como tantas otras mentes que viven al límite de lo sensitivo, se suicidara a la edad de 89 años. En su libro Confesiones de un burgués, escrito a sus 34 años, advirtió con amargura que “Nada es gratis, ni siquiera el sufrimiento, esa condición necesaria para el trabajo creativo”. Como en las verdaderas vocaciones, Marai no tuvo nunca elección. Nació distinto, dotado de una sensibilidad singular que pronto lo hizo colisionar con el mundo burgués y timorato que lo rodeaba y oprimía. Una madre sobreprotectora y un padre demasiado deificado, anuncian un parricidi, aunque simbólico, como única opción para lograr ser. El germen de la neurosis, tal y como la entienden los freudianos, estaba en ese niño que dormía junto a la cama de su madre, sometido al terror de un amor presa del miedo. Su universo interior era de tal densidad que tardaría en encontrar el modo de expresarlo.
En un tono rotundo, más nunca categórico, como sólo hablan los sabios, Marai nos advierte que en la vida no suelen ocurrir cosas importantes. “Al volver la vista atrás, al buscar el instante en que ocurrió algo decisivo, algo definitivo o irremediable – la “experiencia” o el “accidente que decidió nuestra vida posterior-, tan sólo encontramos algunas huellas sin importancia, a veces ni siquiera eso. En realidad no existe más “tragedia” que el momento en que te ves obligado a decidir si permaneces en el seno de la familia y en sus variantes a escala más amplia, como la “clase social”, la ideología, la raza, o bien te marchas por su propio camino, a sabiendas de que te quedas solo para siempre, de que eres libres, estás a merced de todo el mundo y sólo puedes contar contigo mismo…”
El libro, como todos los escritos por Marai, se abre con una pregunta y no termina hasta que nos entrega todas y cada una de las piezas que van a conformar las posibles respuestas. ¿Qué nos hace decidir de repente romper el mundo que conocimos para salir a la caza de esa promesa de absoluto que es la libertad? Marai no sabe cómo ni por qué, pero si advierte el cuándo. La revelación de su singularidad, vino de la misma forma caótica e inadvertida con que nos ocurre todo lo trascendental de nuestra existencia. Su padre le había entregado un billete de cincuenta coronas para que eligiera él mismo, por primer vez, un par zapatos. Era el universo provinciano y pequeño burgués de la ciudad de Kassa, en la Hungría bajo el Káiser, en la decadencia complaciente del imperio astrohúngaro, en donde todos los niños “de buena familia” nacían con un libreto escrito, y los cauces bien establecidos de por dónde habrían de moverse. Era la primera vez que podía elegir algo por si mismo. Aquella tarde, al regresar de la zapatería, lo comprobaría, se daría cuenta de forma rotunda de que habría siempre una parte de él soberana e ingobernable, altanera y rebelde, que habría de sobrevivirle a su pesar. El niño, en plena pubertad, había comprado unos zapatos amarillos.
Cuenta Marai que “mi madre se echo a llorar al verlos y la cuestión de los zapatos persistió durante años en el seno de la familia: hasta los parientes más lejanos me aseguraban, cada vez más desesperados, que yo “terminaría mal” si no cambiaba con urgencia”. La elección de los zapatos amarillos sería el inicio de un viaje sin retorno, aquel en el que algunos espíritus temerarios, por valientes, eligen el querer ser al deber ser. Fuera de aquel confortable refugio familiar estaba la incertidumbre, el azar, la intemperie, la belleza de lo inadvertido, la soledad como consecuencia inevitable de renegar de aquel espíritu gregario que tanto le espantaba. El desafío de un niño horrorizado y orgulloso de llevar unos zapatos amarillos y de ante, como quien alza una bandera y corre a contracorriente, le había dejado fuera de la tribu de la que renegaba sin saberlo.
De la neurosis no siempre nace la creatividad. Pero nadie podría negarle a Marai la razón cuando nos advierte que no hay belleza que nos haga temblar y nos sobrecoja en lo más hondo, que no surja del dolor. Que toda creación artista tiene su correlato en los rincones más íntimos del alma del artista. Que todo lo que se crea en el fondo se recrea. No siempre la vida y la obra guardan tanta semejanza. Pero en el caso de Sandor Marai, al igual que en Proust, esta simbiosis inevitable, casi trágica, conforma todo cuanto fue. La herencia de un alma borracha de lucidez cuya obra parece haber logrado redimir, e incluso justificar, los desdenes y los tragos amargos contra los que cometen la osadía de ser distintos.
2 comentarios
gabriela (o sea yo) -
(Y pensar que antes si te ponías unos zapatos amarillos el mundo entraba en convulsión, que tiempos aquellos; que no se despierte Sandor tampoco)
Palaus -
Ojalá sólo fuera el color de los zapatos lo que nos sitúa en uno u otro lugar desde donde observar el mundo. De ser así, yo estaría ubicado (tal vez lo esté, sin saberlo) en la Luna de Trastornia, tal es la composición cromática de mi departamento de calzados.
Petons.