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Ciguapas

COMENTARIO DEL ESCRITOR MANUEL MORA SERRADO

 Al fin pude encontrarme con estas ciguapas postmodernas, en
ciberespacio nada más y nada menos. ¿Quién le hubiera dicho a las
ciguapas criollas que iban a andar de computadora en computadora en vez de
liana en liana como tarzanas caribeñas que son.? Se sostiene que
las ciguapas tienen su origen en las razas taína y africana, los
indígenas y los negros que acompañaron a Enriquillo en su alzamiento y que se
negaron a entregarse a Carlos V. Por lo menos en el Sur de República
Dominicana las llaman Biemvienes y en Haití Vienvienes o "Vianvian" y
dicen que son seres salvajes que no hablan y que andan cubiertos de pelos.
En la literatura dominicana es un personaje muy querido y
novelado, aunque apenas en la pintura se ha popularizado desde que Jaime
Colson en los años veinte del sigl pasado pinto un Ciguapal. Por lo
demás, además del feliz nombre del blog, felicitamos a Cecilia Ramis por
su audancia y le deseamos el mayor éxito del mundo Correremos la
voz para que otros se suscriban a esta bitácora.

LAS DOS ORILLAS. Hoy vi a la muerte caminar

Hoy vi a la muerte caminar, elevada entre nubes fastuosas, desafiando al tímido sol invernal, en la misma acera por la que andaba. Llevaba el pelo rubio, con algunas mechas, una piel lisa y muy humectada, unos labios inflamados, que no carnosos, y miles de cicatrices ocultas en las costuras de la piel y seguramente que en el alma. Llevaba pantalones vaqueros, de los ajustados, un cinturón con sonajeros que creaban una música sorda al pasar. Llevaba un cuerpo de mujer ya mustio, izado, sin embargo, con el puro empuje de una coquetería altanera que parecía ostentar su inmortalidad.

Carmela, Rosa, Amparo, Filomena, Claudia…la muerte llevaba nombre de mujer y exorbitantes facturas de cirujanos. Pero aleteaba, allí dentro, un ser atrapado en la negación, un abismo, un fracaso ahogado con vasos de coñac. En sus ojos la derrota se filtraba con lacerante debilidad. La muerte traía unos ojos viejos, cansados, estériles, el único rastro de humanidad. Pasó por mi vera contoneando unas caderas inexistentes, ante la mirada extrañada de hombres confundidos que no sabían que decir ante el triste ofrecimiento de una pobre mujer negada a envejecer.

 

LAS DOS ORILLAS. Cuando las culturas chocan.


 

No voy a hablarles de las famosas y especulativas tesis de Huntington, expuesta en su libro “El choque de civilizaciones”. No suelo confiar en los intelectuales con aires de profetas. Voy a referirme a algo más personal, más privado y puede que más intrascendente.


Uno de los encantos del Madrid del siglo XXI es su aire multicultural, parecido a Londres y otras capitales europeas y que dotan a la ciudad de un aire de modernidad y mestizaje que coexiste con esa magia decadentista en ocasiones, que se siente en los bares, edificios y calles.
 
Pero a veces el encuentro con otras culturas puede llegar a ser brusco y desagradable.
 
Salí del metro, un día de estos invernales y de radiante sol, muy de mañana. Cruzaba la calle conversando alegremente con un amigo con quien me encontré por casualidad a la salida de la estación. Mi cultura latina no limita el sentido de la vista y como cualquier italiana, argentina o dominicana suelo mirar a la cara de la gente, algo que sin duda puede resulta invasivo si se quiere, para un inglés quizás, con sus compulsivos sorry a toda hora, pero que me permite inventar historias, como si el asombro o la sorpresa pudiera revelármelo un rostro. De repente mi amigo y yo escuchamos gritos a nuestras espaldas. Mi primera reacción fue de confusión, no sabía si era a mí a quien gritaba. La expresión de su cara era de desprecio. Pero no se trataba de un ermitaño misógino. Decía que yo era mujer y que por lo tanto no podía  mirarlo.
 
Pensé, por un momento, seguir mi camino y olvidarlo, pero en realidad me planté en la acera mirándolo aún más y diciéndole: “yo miro a quien yo quiera”. Era un dialogo de sordos el de mis ojos, cada vez más insolentes, y el español  con que se expresaba. No quería consentirle su desprecio, su manera discriminatoria de tratarme. El hecho de que fuese musulmán o árabe no le concedía ese derecho. Mientras estaba ahí plantada, con la dignidad inyectada en la sangre, ciudadana común inserta en la masa, mi argumento era el de que estábamos en España, país democrático, abierto, en el que mirar es un deporte, aunque persista ese rubor, por demás tan elegante, de apartar los ojos cuando se produce el encuentro y somos descubiertos en ese voyerismo delicioso. Qué regía entonces el marco de convivencia ¿su condición cultural o la condición cultural del lugar en el que se está? Las cosas no están nada claras y las posturas son diversas.
 
¿Había sido yo acaso la intolerante al no entender que en su cultura yo era un  miembro inferior? ¿Era él el intolerante al pretender coaccionar la libre circulación de mi mirada? Ante el dilema, mi amigo, de espaldas anchas y alta estatura, quiso zanjar el asunto erigiéndose como mi protector. Le dijo que siguiera su camino y me convenció de que siguiera el mío.
 
El asunto es peliagudo, sin duda. Sin embargo, conviene hacer entender que para que exista la tolerancia verdadera debe de aceptarse un marco común, como el que delimitan los Derechos Humanos, por ejemplo. De otra manera tendríamos que pensar que la ablación del clítoris o incluso  la lapidación, no son otra cosa que manifestaciones culturales.
 
La migración, como fenómeno universal y masivo en la actualidad, nos enfrentara cada vez más a menudo a dilemas como éste. No es que se trate del anunciado choque de civilizaciones, pero si desencuentros entre culturas que los estados de acogida tendrán que aprender a regular, como así hacen con otros conflictos de naturaleza social o económica.
 
De ese modo hablar de dialogo entre civilizaciones, y repensar la forma de relacionarnos entre culturas, es una obligada reflexión a la luz de los cambios radicales que va experimentando nuestro mundo.

El síndrome postmoderno.

El síndrome postmoderno.

Suelo achacarselo a eso, a la estela reseca y apática que ha dejado la postmodernidad. Ese síndrome que se produjo, sobretodo, en el mundo desarrollado, el producto hueco de la complacencia, la sensación frustrante de que se habían tocado los límites de lo perfectible en el ser humano, la muerte de las utopías colectivas, el reino de Narciso. Admiro a aquellos artistas que persiste en su visión "moderna" de la creatividad artistica, la idea de que, en alguna forma, el arte evoluciona, y ven vanguardias en lo que otros vemos tristes colagge, y buscan establecer un precedente nuevo, subidos al lomo de la "tradición de la ruptura" como le llamó Octavio Paz a ese afán de renovación perpetua, de superación de lo anterior, y por tanto, de progreso. El siglo XX aceleró tanto las cosas que parece haberlas licuado, y ahora leer los libros de moda, ir a una exposición es como tomar uno de esos yogourtes dietéticos, tan desolados y planos como un paisaje minimalista.

Suelo pensar que me atrapó ese aire epocal, esa impotencia que se siente cuando somos conscientes de los límites. Nos hemos quedado con la biografía y la subjetividad, la mezcla de tendencias y estilos, con la sensación terrible de que, en algún lugar del mundo, alguien dijo eso que escribimos mucho mejor que nosotros. Somos el calco de alguien.

Doy paseos por la noche invernal madrileña, en la que persisten las lucecitas navideñas y los corrillos de gente en busca de los Reyes Magos. Ando buscando una historia, una humilde historia en el desacreditado oficio de escribir. Todo cuando se me ocurre me parece repetido e inútil.  Empiezo a no conectar con lo que me rodea, a ver aburrido el drama de los adolescentes eternos que me rodean, ahora con 30, 40 años o muchas cirugías estéticas, tan globalizados, tan parecidos a los actores de las series de televisión, con sus dramas anodinos y sus vidas complacientes. Suena a demasiado virtual incluso lo que escucho durante el trayecto de metro, un guión gastado, cosas que he oido en otra parte.

Quizás las lecturas de Lipovetsky y su minuciosa descripción del tiempo que habitamos ("El crepúsculo del deber" o "La era del vacío"), me inhundó el espíritu, me digo, mientras repito: será el espíritu postmoderno, será.

Cecilia Ramis

Los apestados del siglo XXI

Los apestados del siglo XXI

No había sufrido en carne propia la nueva cruzada secular que el Estado español emprende contra los fumadores, hasta que salí esta mañana en busca de una máquina expendedora de cigarrillos.  El señor del quiosco, que siempre lleva la nariz enrojecida durante el invierno, y un penetrante y pulcro olor a heno de pravia en la piel, había retirado todas las existencia, mientras que las máquinas de los bares cercanos a mi centro de trabajo estaban castigadas contra la pared. Me pareció la Santa Inquisición que ahora empieza a encarnar el estado laico para disimular su impotencia en tantos otros renglones que sí revisten un auténtico interés.

Decía Ignacio Ramoned, con su acostumbrada agudeza crítica, que la seguridad era la misión sacrosanta de los estados impotentes, maniatados por el libre mercado que todo lo regula, como si de una ley natural se tratara. Seguridad vial, seguridad contra el terrorismo, seguridad sexual…..y sin darnos cuenta resulta que se nos legislan las costumbres y hasta las opciones más privadas. Nadie tiene derecho a legislar la voluntad de autodestrucción de nadie, me digo, mientras le ruego a una señora, que tiritaba de frío en la acera, que me regale un cigarrillo en nombre de la hermandad de los nuevos apestados del Siglo XXI.

Sin quitarles el derecho a los no-fumadores de no querer tragarse el humo ajeno, no les concedo el permiso de erigirse en fanáticos de la pureza y de la salud. Hay, en sus caras de triunfo, una agresividad solapada que de pronto se desata, y uno se pregunta que si en verdad han vivido tan sometidos como aparentan, o si esa agresividad viene de otras muchas partes.

LAS CIGUAPAS

LAS CIGUAPAS

Un blog puede ser una caverna narcisista, un lujo superfluo, otra forma de vecindario, una forma de hablar por hablar o un lugar para el encuentro. A falta de cafés en los que amigos veinteañeros y universitarios se juntaban, con la arrogancia prematura de los estudiantes, el internet puede convertirse en el único lugar posible para expresar lo que ya nadie quiere oir, viejas convicciones, la necesidad de analizar e intentar entender lo que nos rodea, no dejarse chamuscar por el rayo de la posmodernidad y su amenaza de que, a base de desencantos y agonías, dejemos consumir, impavidos, la cultura que nos formó, que articula nuestro ser.

Este es un rincón heterodoxo e iconoclasta que busca el asombro y la magia redentora de su fulgor.

Las ciguapas son seres de la mitología campesina dominicana, mujeres de pelo largo y pies al revés cuyas huellas daban la engañosa impresión de dirigirse hacia atrás, cuando en realidad caminaban hacia delante. Ciguapas que reivindican el reino de la fantasía y la exegesis de la realidad.