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Las dos orillas. Cecilia Ramis

EL REEMPLAZO

Un entrañable amigo, escritor e intelectual dominicano de cuyo juicio crítico me fío, me dijo al volver recientemente de la República Dominicana que los intelectuales habían sido sustituidos por los periodistas. Llevo 13 años fuera de allí y debo de reconocer que mi idea de la sociedad dominicana tiene mucho de virtual y de fragmentaria. Pero un vistazo por las secciones editoriales de los diarios de circulación nacional, nos da una buena idea de la banalidad y la superficialidad con la que se abordan los temas que preocupan a la sociedad.

Lo lamentable del hecho es que no se trata de un fenómeno circunscrito al mundo cultural dominicano, aunque su impacto sea mucho más preocupante, dado que prácticamente no existe rescoldo alguno en el que el reemplazo del pensamiento sobre el comentario no se haya producido.

Una opinión la tiene cualquiera, pero no todos pueden contextualizar lo que opinan y mucho menos sustentarlo. Lo que no solo convierte el hecho en una simple lucha entre pretendidos rivales, sino en algo de mayor calado. La excesiva simplificación y esloganización (perdonenme el invento) del pensamiento se produce siempre desde la palabra escrita o hablada, desde el lenguaje. Primero vemos una pobreza expresiva, que no la llenan las adjetivaciones huecas de las que hacen gala nuestros comentarístas y contertulios de radio y/o televisión, y luego molesta la insolencia impúdica de pretenderse todologos, capaces de opinar sobre lo que sea y de sentar cátedra.

Todo atenta contra la inteligencia, al menos así me parece cuando doy un breve repaso por periódicos electrónicos, libros que se convierten en bettseller y transforman en sabios y nuevos gurú de la seudocultura a escritores tan mediocres como Paulo Coelho y su Alquimista (verdadera bazofia literaria) o El mundo de Sofía, Jostein Gaarder.

La tradición occidental, aquello que Harold Bloom, al venerarla, denomina cannon occidental, no puede ser reducida a una papilla como así proponen los nuevos genios editoriales. Y no se trata de que la humanidad se pierda del placer que produce el saber, esa necesidad que algunos asumimos como ontológica, la búsqueda de sentido, de lo trascendente. Es que ese reemplazo es una forma de reduccionismo que resulta peligrosa en la medida en que  hace aún más manejable a su manso auditorio, ovejas sometidas a un sistema que solo busca vender.

Que los intelectuales estén siendo sustituidos por los periodistas, es como contratar al yesero cuando necesitamos un  escultor. Y lo triste no es la mediocridad como culto, la facilidad como aspiración, la simplificación como meta, ni siquiera que los intelectuales dominicanos tengan ahora menos probabilidad de ganarse la vida sin transigir con la avalancha imparable de sus pretendidos rivales, los dilatantes a lo sumo bien informados, que no debe confundirse con bien formados. Lo lamentable es que de paso, de tanto licuar, estamos triturando el futuro, enseñando a una generación, ya de por sí perezosa y amoral, a destruir los cimientos de su propio ser y a hacer culto a la estulticie.

No digo que no haya pensamiento en el periodismo, e incluso logros estéticos que nadie puede negar, pero su quehacer versa sobre el devenir, el momento presente, de ahí que escape al rigor e incluso a la imparcialidad. No puede haber aquello que el conocimiento exige, que no es otra cosa que la perspectiva. Nos vamos quedamos, entonces, sin perspectiva, me digo, sin claudicar en la idea de que ese excesivo protagonismo e incluso intrusismo de los periodistas a secas, parece no perturbar lo suficiente como para que sea motivo, al menos, de debate.

Después de todo no hubo posiblemente nunca una época en la que los intelectuales, hijos de la duda y de la insatisfacción, hayan resultado gratos al poder. Puede llegar a resultar más cómodo que el mundo se llene de opiniones de todologos que no dejarán huella y que se amoldan y colaboran con esa conspiración contra la inteligencia. Pero esta es harina de otro costal.

ALGO QUE DECIR

ALGO QUE DECIR

Subo al lomo de la polémica, que igual sin quererlo, logra desatar, en aquel que se detenga, el último artículo aparecido en la columna semanal de la escritora dominicana y periodista Patricia Mora (clavedigital.com.),     "Escritores, a ponerse las pilas" , y su propuesta entusiasta a los escritores, su deseo de que cese el acartonamiento y luche por su auditorio, por atraer a un público postmoderno más proclive a la imagen que a la palabra impresa. Patricia Mora asume la idea de que el rezago de la literatura, su suicida insumición ante el desafío impositivo de la tecnología, es la culpable de su perdida de audiencia.

Patricia Mora habla instalada en la postmodernidad y viendo en ella su parte positiva, que es la mejor forma de poder seguir adelante. Sin embargo, no creo que la solemnidad, el cuidado y dominio, e incluso la subversión consciente, de la lengua, deban estar divorciados de un intento de acercar al arte a las masas. El arte es algo para compartirse, y sin embargo hay obras determinantes de una época, que han pasado desapercibidas para el gran público, lo que equivale a admitir que el torrente del arte no deja de fluir, aun cuando sean meandros subterraneos y anónimos.

Pero Patricia Mora no plantea la frivolización de la literatura, plantea más bien un asunto ético, la tan discutida función social del escritor y de los intelectuales en su conjunto. Ante la incultura exhibida sin pudor e, incluso, con arrogancia, de las nuevas generaciones, propone la necesidad de un esfuerzo, de desengolar las maneras, y no el fondo sustancial, y apelar a fórmulas que resulten más cercanas a esa juventud tan desasistida espiritual e intelectualmente.

Sin desestimar sus argumentos, quiero añadir al debate que pretendo terminar de dejar servido, un argumento más. Creo que una de las razones que han producido ese alejamiento de los lectores, esa falta de imagenes de adolescentes caminando con un libro bajo el brazo, o perplejos en los bancos universitarios leyendolo absorto, es el paroxismo editorial y la necesidad imperiosa que tiene el escritor de vivir de su oficio. A mi al menos me espanta esa infinia hileras de titulos de libros y nombres de escritores que abarrotan las librerías, que anuncian y promueven (rara vez critican) los suplementos culturales, que producen una especie de mareo, de nausea. Es como asistir a un mercadillo de baratijas, en cuyas rumbas se hace dificil encontrar una prenda que merezca la pena y se distinga de las demás.

No me refiero a que espere la añorada vanguardia, que tanto esperan los apegados a la modernidad y su ideal de progreso, sino a encontrar al menos un libro en el que se note que hay algo que decir, no necesariamente algo nuevo que decir, sino dicho de nuevo, que es como decir, de otra manera. Muchos escritores escriben cuando no tienen algo que decir, dudo mucho que ello ayude a mejorar el arte. Estoy harta de textos correctos en las formas y huecos por dentro, personajes acartonados de vidas resecas, patéticos soliloquios en los que no reluce nada. Se confunden de ese modo el escritor de oficio y el artista. Pues aunque el segundo no exista sin el primero, no cabe duda de que tantos escritores gramaticalmente correctos, pero de historias que resultan bien escritas pero instrascendentes, acaban degradando un oficio que pocas luces va aportado. 

La literatura, y cualquier forma de creación artística, subsiste, a mi entender, gracias a la necesidad del artista de transmitir su asombro. Dudo mucho que este influjo que debe de traducirse en hallazgo estético, pueda imponerse desde el laboratorio de una laptop. Ese dardo que se clava en la hondura de las obsesiones que imponen al artista la ineludible necesidad de decirlo, de contarlo, de fundarlo, siempre he creido que surge desde dentro, de aquellos que los románticos llamaban sensibilidad y que acabó completando la otra cara de la luna. Pienso, sin discrepar con Patricia Mora, que cuando se fracasa en la divulgación del arte es que no se ha sido capaz de transferir al potencial lector justamente eso tan indefinible como el asombro, aquello que reluce y trasciende y devuelve al ser humano una sensación de sentido. No creo que ese cambio al que aspira la columnista dominicana, tenga que imponerse a la obra en sí, hablamos quizás de la forma de divulgarla.  

Pero, perdonenme si insisto, no estaría de más quitar las baradijas en ese afan de divulgar, y promover aquello que logre amparar al lector de esta apabullante sensación, tan postmoderna por demás, de instrascendencia y cacofonía.

DOS POEMAS DE ANNE MICHAELS*

DOS POEMAS DE ANNE MICHAELS*

MUJERES EN LA PLAYA

 La luz escoge velas blancas, los vientres de las gaviotas. 

En una barca a lo lejos alguien viste una camisa roja,

Herida diminuta bajo la palidez del cielo. 

Vuestras tres siluetas delimitan la curvatura de la playa,

Jerseys rosas y marrones, piernas desnudas. 

La playa brilla granulosa bajo la tensión cobriza del sol,

El aire adquiere el color de las mandarinas.

Una de vosotras duerme, el dedo del viento

Un zarcillo en la mejilla. 

La noche exhala su aliento largamente retenido.

Las estrellas lo perforan. 

En el crepúsculo sois como una pequeña y cálida pila, una                                                                   

                                                                     [ especie de musgo.

 Bajo la luz de la luna, un canto ovalado. 

Del poema “Un peso de años”

 2  

Viejo cristal que hace oscilar el camino, los garajes rojos.

Noviembre, estación de días que se quedan a medias,

se desliza bajo la puerta como un sobre.

Suelos fríos.

Un árbol negro con las ramas enmarañadas esculpe figuras                                                                               

                                                                           [en el cielo blanco,

le da un aire misterioso al granero cuando se repliega

bajo una línea de pájaros

unidos en ritmo e intención,

una fecha negra apuntando al sur. 

La casa se repliega bajo sus chillidos agudos,

Un tejado rojo entre ramas medio deshojadas, una trenza de      

                                                                                                 [humo.

De pronto, sólo humo.

 La luz del día marchita el color oxidado de la fruta cortada.

Las hojas empiezan a mover sus muñecas secas.  

* El peso de las naranjas & Miner`s pond. Bartleby Editores, Madrid, 2001.

  

 

CRITICA LITERARIA: El efecto poético de Anne Michaels.

   Por Cecilia Ramis  

De lo concreto a lo abstracto, de lo dilatado y descrito al símbolo. De lo que existe palpable y material a lo que no podemos nombrar, por su naturaleza escurridiza, sino a través de las cosas tangibles, Anne Michaels va creado el escenario de su mundo poético en los libros El peso de las naranjas y Miner’s Pond, impecablemente traducidos por el asturiano Jaime Priede y que publicó la editorial española Bartleby Editores. Pieza a pieza se nos desvela, en una comunión íntima en la que poesía y narrativa son las dos caras de la misma moneda, efectos o artilugios que lo mágico, que lo trascendente escoge para durar, para que no sea finito lo que duele o esplende, para que la memoria no esconda su rastro luminoso, para poder reconstruir lo que vamos siendo, para no perder la sensación de que, aunque sea por un segundo, la duración fugaz acaso de una metáfora, se vuelva aprehensible lo que fluye sin retorno.

 Cada decir, que no es otra cosa que cada sentir, elige su ropaje para delatar así al autor, su emocionalidad, sus ideas, sus obsesiones, sus dolores, sus quejas, sus ausencias, sus nostalgias, su ser más hondo, y quizás por eso más temido.  Esta escritora canadiense, nacida en 1958, hace uso, sin remilgos, de todo aquello que pueda servir para desatar lo que quiere dejarnos dicho. Diario, autobiografía, a veces postal, epístola, monólogo, fotografía borrosa, imagen lenta que desprenden en ocasiones los caminos y las carreteras en su adiós, cuento, fábula, poesía sin más. Todo vale, nada está prohibido ni limitado. El poema, en su estructura misteriosa, aquella que se conoce cuando está escrito y que apenas se intuye o se sospecha o se padece cuando está en gestación, es el que va limitando lo que cabe o no, lo que admite o no su musicalidad, su cadencia, su conjunto. Esa parece ser la única ley que decanta el uso de un artilugio técnico o de otro.  Mucho se ha dicho del uso recurrente que El peso de las naranjas & Miner’s Pond hacen de la narrativa, como si con ello estuviéramos menoscabando el valor poético que encarnan. Disiento de ello, como suelo hacerlo con todo lo que atente contra la libertad del arte, porque estas observaciones resultan implícitamente restrictivas, además de retrógradas. Hay, sin duda, una relación del lenguaje con la realidad fenoménica, lo que quizás explique el uso de lo narrativo, la preferencia del símil en vez de la metáfora, pero se trata de un recurso más, de los tantos que usa la autora, para alcanzar el hecho poético. Porque aquí, como en toda obra literaria que se precie de tal, lo que cuenta, al fin y al cabo, es la armonía que se crea entre la técnica y la naturaleza de lo contado o dicho. No otra regla ampara las obras que perduran en el tiempo y que, aún con sus imperfecciones técnicas, logran ese equilibrio indispensable que es el que, al final, hace creíble, y por tanto vivible, lo escrito. Sin el pudor frecuente en la lírica, aquel que esconde el trazo de la biografía del autor, que se enmascara y esconde en versos, Anne Michaels nos entra en su ámbito doméstico, íntimo. Nos sienta en su mesa, nos pasea por sus atardeceres, sus seres queridos, con sus nombres y apodos, sus pertenencias, sus estados anímicos, sus recuerdos... y ya instalados allí, a veces sin que se nos niegue ningún detalle, descubrimos que hemos entrado para ser participes de la ceremonia de la palabra, durante la cual un universo distinto brota con su melodía profunda y a veces lacerada, pero siempre sutil, en aquello que, a la inversa de cierta lírica, exhibe su escenario real para enseñarnos el otro, el verdadero, aquel en el que todo cobra una inusitada luminosidad y se hace nuestro. Decía Borges que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos, y Anne Michaels, pese a esos detalles, o quizás gracias a ellos, logra no solamente incluirnos en ese mundo sino hacérnoslo sentir nuestro. Cierto aire del J. L. Borges de Fervor de Buenos Aires o de W. Whitman, y de cierta poesía que suele ser más frecuente en lengua inglesa, se deja sentir cuando los lugares, las personas y los instantes toman la palabra y nos cuentan su sentir. Y hay también la contundencia de lo absoluto, de las afirmaciones que por tajantes alumbran un aspecto inusitado, como en aquellos versos que dicen: todo el mundo sabe que las promesas surgen del miedo o en aquel otro empecé de nuevo: donde todo empieza/en el cuerpo. Versos que reflejan que si la autora prescinde, en la mayor parte de sus poemas, de la concisión usual de la poesía, no es por carecer de recursos, ni por desconfianza de la palabra poética, sino por pura elección. Aunque, a decir verdad, no sé si al escribir somos nosotros los que elegimos o es acaso aquello que se pretende decir lo que acaba imponiendo su orden y su ley.  Otros poemas utilizan el símil para otorgar otro sentido a lo que se nombra, para mostrar la vida emocional, los significados, que existen en las cosas en cuanto la mirada humana las transforman. Como en aquellos versos, de encantadora y mágica sutileza visual, que dicen Noviembre, estación de días que se quedan a medias, se desliza bajo la puerta como un sobre. El lenguaje nombra lo real para volvérnoslo cercano y reconocible. Cabe suponer que aquello que subvierta su estructura y sus normas cambia también la realidad que nombra. La poesía, que es el viaje hacia la libertad que hace la palabra en busca de su mayor trasparencia y exactitud, es por tanto una revolución, en cuanto se revela ante la lógica del mundo, para desvelar, o desenterrar quizás, los tantos otros mundos posibles que cada cual, poeta y lector, lleva dentro. En línea con lo afirmado, los poemas de Anne Michaels crean otra realidad distinta de la que parten, trascienden, pues, los objetos y situaciones que nombran, hacen el viejo viaje que siempre hizo la poesía:  alumbrar de otra forma lo conocido, enseñar los rincones inadvertidos del alma, acercar los opuestos, hacernos alcanzar lo imposible. Poco importa si la ruta ha sido corta o larga, lo primordial es alcanzar o lograr eso que llamaremos aquí “efecto poético”, gracias al cual la vida muestra su revés, su través y su envés. Ese milagro que el lenguaje alcanza en cada poema de Anne Michaels.  

DOS POEMAS DE ANNE MICHAEL *

 

MUJERES EN LA PLAYA

¿A DONDE VAN? Cecilia Ramis.

Ella rozaba ya la madurez. El paso del tiempo le parecía un ruido pavoroso en un callejón sombrío a través del cual se iban desgajando los sueños de juventud, la temeridad de la pasión, la sensación de que más adelante hay otra puerta, la esperanza de un nuevo comienzo.


Tenía en los ojos, como anclada, pero ida, casi despidiéndose, una luminosidad fulgurada de asombro. Me fue dado conocer sus objetos queridos. Acuarelas, oleos, máscaras y esculturas, viejas ediciones de Proust o de Joyce, libretos de opera (su tan amada, su sufrida Mimí. Atonales llamaradas de una soprano columpiándose al alba de un aria, voces estridentes y otras llorosas y desgarradas) hermosas sortijas, cartas de amor y fotos. Botellas de vino y corchos. Una flor marchita, lo tangible de su tránsito por el mundo, la huella de su presencia, diseminado su ser entre las cosas queridas porque hablaban de ella tan impúdicamente,  igual que un perfume.
 
Me había avisado que quería enseñarme algo sin adelantarme nada más. Me esperaba una desaforada historia de amor, alguien nuevo que habría entrado para cargar de aire fresco su vida de mujer casada con hijos adolescente, guardiana de un hogar acogedor e impoluto que contrastaba con el desatino de su corazón. Aquel orden era el molde que la sujetaba del caos y del abismo, y cuanto más amenazante lucía el peligro tanto más rigurosos y exquisitos eran los adornos y rincones de su apartamento.
 
Como todos los amantes de la ópera era algo afectada, teatral, dramática, por eso siempre vivía columpiándose en epítetos, hipérboles, adverbios y adjetivos. Parecía como si cada palabra la dijera para ser recordada. Hablaba con la rotundidad de los que temen ser olvidados. De modo que era natural que dejara el asunto para el final, insinuándolo cada tanto.
 
Hicimos un lento recorrido por las habitaciones de la casa. Sus ojos y sus gestos parecían adherirse a aquellos objetos tan amados que ella mostraba como quien retira la tela que cubre su propio retrato. No le daba pavor dejarlos, no verles nunca más, se preguntaba tan sólo su suerte de sobrevivir a su muerte. Cómo y dónde acabará este cuadro, se preguntaba mientras acariciaba el marco y hundía su mirada en las bestias de Barceló. Porque lo que habrá de sobrevivirnos no serán los que nos recuerden, ellos también morirán y con ellos la memoria de sus muertos Muy pocos habrán de sobrevivir al olvido que abandona a los seres ordinarios, no habrá de sobrevivir de generación y generación, como los males, se quedarán deshilachándose, evaporándose en anécdotas vagas hasta extinguirse. Nos sobreviven los objetos, que caerán de herencia en herencia, hasta perder su sabor, su sentido. ¡A dónde irán a parar tantas cosas tan mías!, se decía herida de su finitud. Pero había fulgores en sus ojos y cada objeto formaba parte de ese mundo singular en el que las cosas son una prolongación de un alma que tiembla.
 
Verla era como redimirme del espanto que causa en nosotros nuestra idea de ir envejeciendo también. Ella toda me alentaba la esperanza de que existe la eterna juventud si la pasión se logra conservar llameante.
 
Yo tenía esa sensación de vértigo y regocijo que da la complicidad y que siempre me acompaña cuando la tengo cerca.
 
Quería enseñarme algo espantoso que había llegado a parar a su casa no sé sabe porque misterioso o macabro mecanismo del destino.
 
Hasta que, finalmente, sacó del armario de su habitación un viejo maletín arrugado y de piel oscura y lo colocó encima de la mesa del salón. Entonces fue cuando empezó a hablar del destino de las cosas y todas aquellas palabras antedichas, un preámbulo delicioso que, sin embargo, no hacía más que aumentar mi curiosidad.
 
Podría haber sido uno de los maletines del Doctor Josef Mengele, el siniestro “angel de la muerte”, aquel médico despiadado que queriendo obtener la super raza aria que dominaría el mundo llevó a cabo una carnicería masiva e impune. Podría haber sido una pieza macabra de anticuario. Pero yo pensaba que el más cruel destino de una víctima es su total o relativo anonimato. En aquellos ficheros obsesivos-compulsivos, pulcrísimos, no había un solo nombre. Pero yo creía ver una mirada detrás de cada uno de aquellos iris cristalinos y lindísimos, reducidos a la categoría de piezas de un museo del horror. Petrificada y fría, como la mirada sólida de los peces muertos, la mirada de los iris de todas las tonalidades imaginables no contaban los experimentos sin anestesias, como ahora cuentan los cientos de víctimas que sobrevivientes de los pesados retozos del Doctor de la SS alemana.
 
Lo pensé para mí, de un modo caótico pero concentrado. Quise saber el nombre del dueño del maletín, saber si todavía estaba vivo, escondido. Es posible que llegara a preguntárselo de forma directa, pero, de algún modo, ella había aceptado un pacto de silencio, así fuera tan solo para mantener el misterio.
 
Toqué las hebras de cabellos de distintos colores, cuidadosamente sujetadas y clasificadas con extraños y extensos códigos con los que el Dr. X  intentaba descubrir la forma de alcanzar la perfección de la raza aria. Me costaba creer la idea de que pudiera existir realmente algún tipo de utilidad cuando la humanidad desecha lo imperfecto. Era una forma de reducirnos a la biología. Pero más allá de la indignación moral que aquello me causaba, estaba la cuchillada del eco de voces, gritos, llantos de seres hambrientos, raquíticos, moribundos, el espanto de un destino usurpado, la inutilidad de la evidencia de aquel horror que yo tocaba con las manos.
 
Hablamos del espanto, del sobrecogimiento, solo que ella iba más allá de la historia, y, por algún extraña asociación, logró concatenar aquella sensación con la suya propia, la de que sus objetos eran como hebras de cabellos, trozo de su piel, por cuanto contaban de sus querencias, por ser testigos silentes de una existencia que se iba extinguiendo sin remedio.
 
Ella continuó hablando del paso del tiempo mientras yo miraba la sombra de los años, el egoísmo que trae la vejez sin evitar preguntarme qué pasaría con todos mis objetos acumulados. Los imaginé a todos juntos en el naufragio del tiempo, como reliquias arqueológicas ya sin nombre.
 

Tuve ganas de llorar mientras ella seguía hablando de sus cosas. No eran ganas de retener ni de acumular. Era, lo sabíamos las dos,  la irrenunciable necesidad de perdurar.

Cecilia Ramis: Un poema.

 EL OLVIDO

Relámpago de luna en la ventana
La anhelada ciudad huyendo siempre
El mar clausura todo designio
Aquí morirás y  engendrarás tus hijos
Y habrás de llorar como las mujeres cuando se vaya el amor
Y vengan las canas y las agonías
Cuando no valgan los encuentros  porque nada ya se añora
 
Lúgubre y lenta la tarde se sube al lomo del sol
con un acento triste porque se despide
Todo lo que conoces te dice adiós y no responde a tus ruegos ni a tus lloros
 
Y la que prometiste ser no ha venido
Se quedó asomando su rostro en la penumbra y ninguna mano la tocó
ni hubo abrazos
Se quedó sola y todo era frío
La bóveda de la perfección rompió sus contornos
Y ya no hubo esferidad sino un silencio
 
Porque un recuerdo de amor se ha quedado dormido y ya no duele.
 
25/10/02

LAS DOS ORILLAS: La nueva amenaza.

Van uniendose poco a poco algunos curiosos con ganas de tertulia, amigos benevolentes que se enternecen ante una escritora en busca de lectores. Una de ella, que entró tras acceder a mi ruego de que visitara este blog (sobradas las distancias, esto me recuerda a la imagen de Moreno Jiménez vendiendo sus poemas en los parques, o el decimero Alix), me dijo que se me notaba muy "cabreada", así lo dijo con su acento madrileñísimo. Me puse a leer lo escrito y tuve que reconocer que era cierto. Había un aire soporífero en todo cuanto había escrito, tetricamente postmoderno, es decir, hecho de la queja y de la nada. Pero hace un rato, haciendo zaping por los titulares de períodico, me encontré con una de esas tantas noticias que refuerzan una especie de temor en mí. El actor italo-americano Leo Bassi, que presenta un espectáculo llamado "revelación" y que, a juicio del artista defiende la laicidad, ha recibido amenazas de muerte. Hace unos días unos desconocidos echaron gasolina sobre la vitrina del teatro Arfil de Madrid. Anoche alguien depositó un artefacto explosivo junto al camerino. La policía pudo evitar una desgracia. Leo que una llamada Asociación Alternativa Española (sic) se manifestará frente al teatro en protesta de una obra que por bufa y cómida (no la he visto aún, pero seguro que lo haré) les parece irrespetar a su religión. Mal augurio ver a la ultraderecha copando las calles, entonando himnos entre los jóvenes, transmutandose en una especie de revolución. Que esto ocurra inmediatamente después de las reacciones violentas de los musulmanes, indignados por unas caricaturas aparecidas en Dinamarca, nos hace temer no sólo un efecto contagio (no iban a ser menos los integristas católicos, tan apegados a la doctrina Razinger), sino que el humor empieza a ser no algo de mal gusto, que hasta ahí se puede entender, sino censurable, por las buenas o por las malas.

Seguramente la verdadera rebeldía sería reaccionar como lo hacía el entrañable y patético payaso de Henrich Böll, es decir, persistir en nuestro derecho a reirnos. Habrá que empezar a hablar del derecho a la risa. Pero ciertamente la realidad, o lo que de ella se cuela en los titulares de periódico y en los telediarios, me deja un amargor profundo en la garganta.

La risa es la única redención que nos queda cuando todo está perdido. La risa es una forma de trascendernos a nosotros mismos, vernos desde fuera, como un otro al que perdonamos dado que nos reimos. La risa es una forma de ejercer la libertad, de reivindicar el absurdo, de salvarnos de las pesadumbres.

Quizás sea mi humor agrio el que me haga ver fantasmas, pero tengo la firme convicción de que el arte tiene abierto un nuevo frente que impone una nueva forma de censura a través de una aparente  protesta social.

El discurso de la tolerancia, que muy bien nos ha venido a todos para convivir entre tantos desencuentros, no debe cegarnos ante un ataque frontal. Lástima que de mi protesta no acabe saliendo una carcajada, sino un mustio lamento para mis lectores.

¿Quién se suma a esta tertulia?

LA RABIA

LA RABIA

Me vuelve la letra de una horrible canción de Silvio Rodríguez, que los jóvenes que recien estrenabamos la postmodernidad en Santo Domingo, en ese pequeño mundo, cajita de cartón, en el que se respiraba el hedor de una izquierda malograda, escuchabamos con un fervor inexplicable y ajeno. Me vuelve cuando leo, aqui en España, en esta otra orilla que deja al descubierto las dos mitades irreconciliables de mi corazón, titulares tales como que seiscientas mil padres han denunciado a sus hijos, menores de edad en la mayoría de los casos, por agresiones físicas y maltrato. La proliferación de las bandas estudiantiles, latinas, neonazis y de otros tipos, con un eco mediático que lo hace aún más visible y quizás más perceptualmente exagerado. Me viene a la mente la realidad pavorosa de niños quemados con cigarrillos por compañeros de clase, traumatizados de por vida, las imagenes de mendigos y drogodependientes prestandose a todo tipo de vejaciones, por dinero. Imagenes que luego se difunden por internet y son la novedad de los barrios "bien" y de los marginados, de la clase media y de todas partes. No se trata, entonces, como cuando cantaba Silvio atenazando las cuerdas de su gitarra en unos acordes irregulares y novotrovistas, de la rabia. Porque como en la canción, hay días que se vuelve cansado, sucio de tiempo, asqueado, agrego yo, del puro runrún del existir. Pero de lo que hablamos es de violencia, es decir de la necesidad irrefrenable, al parecer, de dañar al otro. Un macabro festín sádico que pone los pelos de punta.

¿De dónde podría salir esa rabia? ¿hablamos de una patología de masas? Debo de reconocer que, a pesar de mi gran interés por la psicología humana, no logro encontrar una explicación a este fenómeno que no sólo se da en los jóvenes. Las llamadas, por mucho tiempo y todavía por aquellos que quieren tapar la realidad con eufemismos, "muertes pasionales" inhundalos titulares de todas partes. No me vale el argumento de quienes dicen que ahora se denuncia más y de ahí el aumento de los casos.

Solo se me ocurre recordar aquella célebre frases que todos atribuyen a Goya "el genio de la razón engendra monstruos".